martes, 17 de marzo de 2015

A. Weigle, La conducta de juego

La conducta de juego



LA CONDUCTA DE JUEGO

Alberto Weigle
1976







1.  SIGNIFICADO





El juego es una conducta y, como tal, participa  de todas las características generales de ésta, pero vamos a destacar solamente la cualidad que lo ubica en un lugar particularísimo y que comparte, y no totalmente, con algunas otras actividades del ser humano (los hobbies, la afición por los deportes, las inclinaciones artísticas, filosóficas, etc.). -
Si graficamos este lugar peculiar, podemos ubicarlo, como vemos, en la zona de superposición entre el mundo interno y el mundo externo.
El mundo interno se refiere a nuestro interior, o lo subjetivo, el adentro donde se desarrollan nuestros pensamientos o deseos.
El mundo externo es lo objetivo; se refiere al mundo compartido, el afuera sobre el que estamos de acuerdo en cuanto a su existencia y relaciones.
El jugar participa de ambos mundos sin pertenecer especialmente a uno u otro.
Un ejemplo: si un niño está jugando con una escoba, ésta será sucesivamente un caballo, una escopeta o un remo y estos significados estarán unidos a sus deseos de huir de un peligro, de matar a un enemigo o de penetrar dentro de alguien, según el contexto dramático del juego creado por el niño.
En este contexto, la escoba ha perdido su sentido de instrumento que actúa eficazmente en el mundo externo y ha sido convertida en algo para lo que realmente no sirve.
Sin embargo es el objeto real imprescindible para poder decir que el niño está jugando. Si no usa nada, no está jugando; está pensando o imaginando, lo cual no es en absoluto lo mismo. Pero también pensar e imaginar, como elementos del mundo interno, son imprescindibles para jugar, pero no por ello podemos decir que los deseos o temores que se expresan en el juego, se lleven realmente a cabo.
Es ese elemento de irrealidad, de magia, de creación sin barreras, asido sin embargo a la realidad (interna o externa) lo que le da el sello característico a la conducta de juego.


2. GÉNESIS




En el niño pequeño consideramos:
Una primera etapa donde podemos observar a menudo que el bebé succiona el pecho como si bebiera, pero no lo hace. Está jugando. Puede hacer lo mismo con su puño o sus dedos, lo cual es más como si, porque el pecho no está. En esos primeros momentos podemos decir que aún no distingue claramente entre él y su madre y la vive como parte de él en tanto esté presente cuando la necesite. Pero no siempre está presente. Esa ausencia, en tanto no sea excesiva, la usa el bebé para adquirir paulatinamente las nociones de tiempo (a través de la espera) y de espacio (a través de la separación).
Puede sentir así a la madre como alguien distinto •de él. Pero a pesar de su utilidad, las ausencias de la madre no dejan de ser desagradables. Y allí aparece el jugar como amortiguador entre el deseo interno, imperioso, y la realidad externa que lo frustra. No está la madre pero hay algo que puede sustituirla, aún sabiendo que no es lo mismo: sus dedos, el chupete, el osito de pelouche. A objetos con esta función les llamamos, con Winnicott, transicionales: ayudan a soportar la espera y la separación.

Y ya estamos en la segunda etapa. Pero estos objetos, los juguetes, que también son usados para actividades sensoriales y motoras, gradualmente van adquiriendo distinta significación en la actividad creadora del juego, como lo vimos en el ejemplo de la escoba. Ésta es usada para significar diversas cosas y, a través de ese proceso, el niño adquiere la capacidad de distinguir el objeto, o su sentimiento, de aquello que lo simboliza, lo que le permite usar plenamente el juego en el plano dramático de las relaciones y entrar así en el mundo de la palabra, lo simbólico por excelencia.

Así comienza, entrando en la tercera etapa, a comprender la existencia de los otros como semejantes a él. Ya no es cuestión de jugar con los demás como si fueran juguetes, sino de jugar junto a ellos, de crear juntos el juego.


3. VALOR PARA EL NIÑO




La función de amortiguación del juego entre el mundo interno y el externo, resume el valor que tiene para el niño pero podemos desglosarlo un poco más:
Como actividad estructurante: El niño estructura, a través de la actividad lúdica, su coordinación perceptivo-motriz así como las nociones de espacio y tiempo, como ya vimos. Jugando el niño aprende, se entrena, razona, construye. Pero estas importantísimas funciones no son privativas del juego sino que están incluidas en toda la actividad del niño.
Como actividad placentera: Nadie duda que jugando se obtiene placer. Y el placer es muy importante para el niño. Y para todos ... Pero ¿en qué consiste ese placer? No podemos decir• que sea exactamente un placer de los sentidos; o el placer de una tarea terminada; o el de lograr una victoria; o la alegría de quitarse un peso de encima. Sin embargo, todas estas satisfacciones participan, en cierto modo, en el jugar, pero estructuradas de forma muy particular, y a esa función de armado la llamaremos:
La actividad creativa del juego: Para ello el niño toma el material, tanto de las experiencias vividas como de su mundo imaginario, y lo escenifica de mil modos mostrando cada vez nuevas facetas. Esta actividad creativa y re-creativa (valga el do  ble sentido de la palabra) es placentera de por sí y no sólo por las situaciones placenteras que evoque en su contenido.
Como elaboración de conflictos: Esta función es muy importante. Un conflicto es, dicho de modo simple, el choque entre dos término
                         - un deseo (o sea algo interior, consciente o no) y
                         - una prohibición (o limitación) a su satisfacción, que, en última instancia, siempre proviene del exterior.
Elaborarlo es pulir y armonizar en lo posible los dos términos para que el choque sea más tolerable.
La actividad del juego, colocada allí, a modo de amortiguador, como ya vimos, está en posición inmejorable para ayudar a la elaboración de los conflictos.


4. VALOR PARA EL TÉCNICO




A través de la OBSERVACIÓN del juego, tanto fuera como dentro de una entrevista diagnóstica, el técnico puede obtener valiosísima información sobre la estructura psicológica del niño. Así pueden observarse: rasgos de carácter, tipos de identificación sexual, pautas de conducta relacional, manifestación de emociones, expresión de conflictos.
Todos estos elementos sirven, como corte transversal para el diagnóstico de estructuras patológicas y para la evaluación del nivel de desarrollo psicológico alcanzado por el niño, así como para seguir su evolución.

Veamos ahora el valor del juego para la COMUNICACIÓN entre el terapeuta y su pequeño paciente. Enla psicoterapia, que no trata de enseñar ni de imponer nada al niño, sino de ir descubriendo y elaborando junto a él sus conflictos, el mejor modo que tiene el niño pequeño para hacerse entender y entender es sin lugar a dudas el campo común de su jugar) con el jugar del terapeuta.

Ambas fuentes, observación y psicoterapia, son fundamentales al aportar su material a la INVESTIGACIÓN.


5. ALTERACIONES




Si a través de lo dicho han podido captar qué es jugar, y por lo tanto, qué no lo es, podemos afirmar que el jugar en sí, cualquiera sea, no puede ser considerado nunca anormal. Claro que en el juego se expresa la patología del niño, como ya dijimos, pero la propia acción de jugar, la que se manifiesta allí, en la zona de transición, y respeta esos límites es siempre normal.
Lo anormal será entonces su ausencia o su interrupción a lo que llamaremos la INHIBICIÓN DEL JUGAR.
Podemos detectarla:
en el tiempo: se ve, por ejemplo, en los niños absortos en ensoñaciones o en aquéllos que no pueden desprenderse de la actividad de la madre;
en la variedad: los juegos son repetitivos, monótonos. El niño no usa todo el abanico de sus posibilidades lúdicas
en la completud: aparentemente juegan todo el tiempo y a veces a ritmo muy rápido, pero nunca terminan nada, nada los conforma, el juego está invadido por la ansiedad, por la agresividad u otras emociones que lo interrumpen de continuo;
en la integración grupal: el niño, o bien se aísla o bien se hace expulsar de los grupos por su conducta.
Estas formas de inhibición pueden darse aisladas o combinadas y su intensidad varía desde cierto grado normal hasta patologías muy acentuadas.


6. ACCIÓN AMBIENTAL




El niño juega espontáneamente pero también aprende a jugar. Con esto queremos decir que puede recibir la influencia ambiental en su actividad lúdica e incluso la necesita.
Cuando bebé necesita el estímulo de la madre, es decir, que lo acompañe y se armonice con él en el juego de ambos cuerpos y luego que vaya introduciendo los juguetes, de modo que sean aceptados y enriquezcan sus posibilidades. Más adelante necesita no sólo el estímulo sino también los límites a su actividad, lo que le ayudará a reconocer la realidad.
En el relato que los padres nos hacen sobre sus hijos podemos entonces detectar:
la falta de estímulos, que puede apreciarse en la indiferencia de muchos padres;
el. exceso de estimulación, que implica una invasión a la actividad del juego por una intervención adulta desmedida;
la falta de límites en padres excesivamente permisivos, que conduce a que el juego no permanezca en lo que es y derive en acciones destructivas o de otro tipo, que terminan por provocar la ansiedad o el desconcierto en el niño;
el exceso de límites, muy frecuente, que se ve en el control exagerado de los adultos, en la supresión directa del juego, o en su sustitución por otras actividades.
Cualquiera de estas acciones u omisiones constituye, en último término, un ataque al área del juego, área privilegiada que debería ser siempre celosamente cuidada.
Y aquí sí la intervención del pediatra puede muchas veces ser decisiva para orientar a los padres; especialmente respecto a sus hijos pequeños cuando todavía hay tiempo para corregir errores.

M. KLEIN, Situaciones infantiles de angustia...

M. KLEIN Situaciones infantiles de angustia



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Obras Completas de Melanie Klein


11. SITUACIONES INFANTILES DE ANGUSTIA REFLEJADAS EN UNA OBRA DE ARTE Y EN EL IMPULSO CREADOR
(1929)

               Mi tema principal es el interesantísimo material psicológico subyacente a una ópera de Ravel, que actualmente se representa en Viena. Mi relato de su contenido está tomado casi textualmente del resumen de Eduard Jacob en el Berliner Tageblatt.
               Un niño de seis años está sentado ante sus deberes, pero no los hace. Mordisquea su lapicera y despliega ese estadío final de la pereza en el que el ennui ha pasado a ser cafard. "No quiero hacer los estúpidos deberes", exclama en dulce voz de soprano. "Quiero ir a pasear al parque. ¡Lo que más quisiera es comerme todas las tartas del mundo, o tirar de la cola del gato o arrancar todas las plumas del loro! ¡Quisiera reprender a todos! Ante todo quisiera poner a mamá en el rincón." Se abre ahora la puerta. Todo lo que hay sobre el escenario es muy grande -para destacar la pequeñez del niño- de modo que todo lo que vemos de su madre es una falda, un delantal y una mano. Un dedo lo señala y una voz pregunta afectuosamente si ha hecho los deberes. El niño se revuelve con rebeldía en su silla y le saca la lengua. Ella se va. Todo lo que oímos es el ruido de su falda y las palabras: "¡Tendrás pan seco y nada de azúcar para tu té!"
               El niño estalla de rabia. Salta, tamborilea en la puerta, hace caer de la mesa la tetera y la taza, de modo que se rompen en mil pedazos. Trepa al asiento de la ventana, abre la jaula y trata de molestar a la ardilla con su lapicera. La ardilla se escapa a través de la ventana abierta. El niño salta de la ventana y coge al gato. Chilla y blande las tenazas, atiza furiosamente el fuego de la parrilla abierta, y con sus manos y pies empuja la marmita dentro de la habitación. Se escapa una nube de cenizas y humo. Blande las tenazas como una espada y empieza a desgarrar el empapelado. Luego abre la caja del reloj de la pared y arrebata su péndulo de cobre. Vierte la tinta sobre la mesa. Los cuadernos y libros vuelan por el aire. ¡Hurra!...
               Las cosas que ha maltratado se animan. Un sillón rehusa dejarlo sentar encima o usar los almohadones para dormir sobre ellos.
               La mesa, la silla, el banco y el sofá levantan súbitamente sus brazos y exclaman: "¡Fuera con esta sucia criaturita!'' El reloj tiene un terrible dolor de estómago y empieza a dar la hora como loco. La tetera se apoya sobre la taza y empiezan a hablar en chino. Todo sufre un cambio aterrador. El niño retrocede contra la pared y tiembla de miedo y desolación. La estufa le escupe una ducha de chispas. Se esconde tras los muebles. Los jirones del empapelado que desgarra empiezan a balancearse y se yerguen, mostrando pastoras y ovejas. La flauta del pastor hace oír un lamento desgarrador; el rasgón del papel que separa a Corydon de su Amaryllis, se ha convenido en un rasgón en la tela del mundo. Pero el triste cuento se desvanece. De la cubierta de un libro, como si saliera de la casilla de un perro, emerge un hombrecito. Sus ropas están hechas de números, y su sombrero es como una pi . Sostiene una regla y salta por la habitación con pequeños pasos de danza. Es el espíritu de las matemáticas, y empieza a examinar al niño: milímetro, centímetro, barómetro, trillón-ocho y ocho son cuarenta. Tres veces nueve es dos veces seis. El niño desfallece. Casi sofocado se refugia en el parque que rodea la casa. Pero allí otra vez el clima infunde terror, insectos, ranas (lamentándose en suaves tercetos), un tronco de árbol lastimado, que rezuma resina en lentas notas de bajo, libélulas y adelfas, todos tocan al recién llegado. Búhos, gatos y ardillas vienen en multitud. La disputa sobre quién va a morder al niño se convierte en una lucha mano a mano. Una ardilla que ha sido mordida cae al suelo, gritando, al lado del niño. El instintivamente se quita la bufanda y venda la pata del animalito. Hay gran asombro entre los animales, que se reúnen vacilando en segundo plano. El niño ha murmurado: "¡Mamá!" Es restituido al mundo humano de protección, de "ser bueno". "Este es un buen chico, un chico que se porta muy bien", cantan los animales muy seriamente en una suave marcha -el final de la pieza- mientras abandonan el escenario. Algunos de ellos no pueden contenerse de exclamar: "¡Mamá!"
               Examinaré ahora más estrechamente los detalles con que se expresa el placer del niño en la destrucción. Me parece que evocan la situación infantil temprana que en mis escritos más recientes he descrito como importancia fundamental tanto para la neurosis como para el desarrollo normal de los varones. Me refiero al ataque al cuerpo de la madre y al pene del padre dentro de ella. La ardilla de la jaula y el péndulo arrancado del reloj son símbolos claros del pene en el cuerpo materno. El hecho de que es el pene del padre y que está en el acto del coito con la madre está indicado por la rajadura en el empapelado que "separa a Corydon de su Amaryllis", de la que se ha dicho que para el niño se ha convertido en "un rasgón en la tela del mundo". Ahora bien, ¿qué armas emplea el niño en sus ataques a los padres unidos? La tinta venida sobre la mesa, la marmita vaciada, de la que escapa una nube de ceniza y humo, representan el arma que todo niño pequeño tiene a su disposición: el recurso de ensuciar con excrementos. Romper cosas, desgarrarlas, usar las tenazas como espada, esto representa las otras armas del sadismo primario del niño, quien emplea sus dientes, uñas, músculos, etcétera.
               En mi articulo ante el último Congreso (1928) y en otras ocasiones en nuestra Sociedad, he descrito esta fase temprana del desarrollo, cuyo contenido es el ataque al cuerpo de la madre con todas las armas de que dispone el sadismo del niño. Ahora, empero, puedo ampliar este enunciado anterior y decir más exactamente dónde debe insertarse esta fase en el esquema del desarrollo sexual propuesto por Abraham. Mis resultados me llevan a concluir que la fase en que el sadismo está en su apogeo en todos los campos de que deriva, precede a la primera fase anal y adquiere una significación especial del hecho de que es también en este estadío del desarrollo donde las tendencias edípicas aparecen por primera vez. Es decir, que el conflicto edípico empieza bajo la completa dominación del sadismo. Mi suposición de que la formación del superyó sigue de cerca al principio de las tendencias edípicas, y que por consiguiente el yo cae bajo la influencia del superyó incluso en este período temprano, explica según creo por qué esta influencia es tan tremendamente poderosa. Porque, cuando los objetos están introyectados, el ataque dirigido hacia ellos con todas las armas del sadismo provoca el terror del sujeto a ser atacado en forma análoga por los objetos externos e internalizados. Quería recordaros estos conceptos míos porque con ello puedo tender un puente con un concepto de Freud: uno de los más importantes entre las nuevas conclusiones que nos ha presentado en Inhibición, síntoma y angustia, es decir, la hipótesis de una temprana situación infantil de angustia o peligro. Creo que esto pone al trabajo analítico sobre una base más firme y precisa aun que la que ha tenido hasta ahora, y da así a nuestros métodos una dirección todavía más clara. Pero a mi entender también hace al análisis una nueva exigencia. La hipótesis de Freud es que hay una situación infantil de peligro que sufre modificaciones en el curso del desarrollo, y que es la fuente de la influencia ejercida por una serie de situaciones de angustia. Ahora bien, la nueva exigencia hecha al análisis es ésta: que el análisis debe descubrir por completo estas situaciones de angustia directamente hasta lo que yace en lo más profundo. Esta exigencia de un análisis completo se vincula con la que Freud sugiere como exigencia nueva en la conclusión de su "Historia de una neurosis infantil", donde dice que un análisis completo debe revelar la escena primaria. Esta última exigencia puede tener su pleno efecto sólo en unión con lo que acabo de presentar. Si el analista tiene éxito en la tarea de descubrir las situaciones infantiles de peligro, elaborar su resolución y dilucidar en cada caso individual las relaciones entre las situaciones de angustia y la neurosis por una parte, y con el desarrollo del yo por la otra, entonces, según creo, logrará más completamente el objetivo principal de la terapia psicoanalítica: la remoción de las neurosis. Por consiguiente, me parece que todo lo que puede contribuir a la dilucidación y descripción exacta de las situaciones infantiles de angustia es de gran valor, no sólo desde el punto de vista teórico, sino también terapéutico.
               Freud supone que la situación infantil de peligro puede ser reducida en última instancia a la pérdida de la persona amada (anhelada). Piensa que en las niñas la pérdida del objeto es la situación de peligro que actúa más poderosamente; en los varones es la castración. Mi trabajo me ha probado que estas dos situaciones de peligro son modificación de otras más tempranas aun. He descubierto que en los varones el miedo a la castración por el padre está conectado con una situación especial que según creo resulta ser la más temprana situación de angustia. Como he señalado, el ataque al cuerpo de la madre, cuyo momento psicológico es el apogeo de la fase sádica, implica también la lucha con el pene del padre dentro de la madre. El hecho de que esté en cuestión una unión de ambos padres imparte especial intensidad a esta situación de peligro. En concordancia con el sádico temprano superyó, que ya se ha establecido, estos padres unidos son agresores extremadamente crueles y muy temidos. Así la situación de angustia relacionada con la castración por el padre es una modificación en el curso del desarrollo de la situación de angustia más temprana, tal como la he descrito.
               Ahora bien, creo que la angustia engendrada por esta situación está claramente representada en el libreto de la ópera que fue el punto de partida de mi artículo. Al examinar el libreto he tratado ya con algún detalle una fase, la del ataque sádico. Consideremos ahora qué sucede luego de que el niño ha dado rienda suelta a su anhelo de destrucción.
               Al principio del resumen su autor menciona que todas las cosas del escenario son muy grandes para acentuar la pequeñez del niño. Pero la angustia del niño le hace parecer gigantescas las cosas y las personas, mucho más allá que la diferencia real de tamaño. Además, vemos lo que descubrimos en el análisis de cualquier niño: que las cosas representan seres humanos, y por consiguiente, son objetos de angustia. El autor de la síntesis escribe lo siguiente: "Las cosas maltratadas empiezan a vivir". El sillón, los almohadones, mesa, silla, etc., atacan al niño, se rehusan a servirlo, lo dejan afuera. Encontramos que las cosas para sentarse y descansar sobre ellas, tanto como las camas, aparecen por lo general en el análisis de niños como símbolos de la madre protectora y amante. Los rasgones del empapelado representan el interior dañado del cuerpo materno, mientras que el viejo hombrecito de los números que sale de la cubierta del libro es el padre (representado por su pene), ahora en carácter de juez, y que está por pedir al niño, que desfallece de angustia, que dé cuentas del daño y el robo cometido en el cuerpo de la madre. Cuando el niño escapa al mundo de la naturaleza, vemos cómo ésta toma el rol de la madre, a la que ha agredido. Los animales hostiles representan una multiplicación del padre, al que también ha atacado, y también los niños que supone que están dentro de la madre. Vemos los incidentes que tuvieron lugar dentro de la habitación reproducidos ahora en mayor escala en un espacio más amplio y con mayor número. El mundo, transformado en el cuerpo de la madre, enfrenta hostilmente al niño y lo persigue.
               En el desarrollo ontogenético el sadismo es superado cuando el sujeto avanza en el nivel genital. Cuanto más poderosamente se instaura esta fase, más capaz se vuelve el niño de amor objetal, y de vencer su sadismo por me dio de compasión y simpatía. Este paso del desarrollo se muestra también en el libreto de Ravel: cuando el niño siente piedad de la ardilla herida, y va en su ayuda, el mundo hostil se torna amistoso. El niño ha aprendido a amar y cree en el amor. Los animales concluyen: "Este es un buen chico; un chico que se porta muy bien". El profundo insight psicológico de Colette -que escribió el libreto de la ópera- se muestra en la forma en que tiene lugar la transformación de la actitud del niño. Cuando cuida a la ardilla herida murmura "mamá". Los animales que lo rodean repiten esta palabra. Es esta palabra redentora la que ha dado su titulo a la ópera: "La palabra mágica" (Das Zauberwort). Pero aprendemos también del texto cuál es el factor que ha contribuido al sadismo del niño. El dice: "¡Quiero ir a pasear por el parque! ¡Quiero ante todo comerme todas las tartas del mundo!" Pero la madre lo amenaza con darle té sin azúcar y pan seco. La frustración oral que convierte a la "madre buena" indulgente en la "madre mala" estimula su sadismo.
               Pienso que podemos comprender ahora por qué el niño, en vez de hacer tranquilamente sus deberes, se ha visto involucrado en una situación tan displacentera. Tenía que ser así, porque fue conducido a ella por la presión de la antigua situación de angustia que nunca había dominado. Su angustia fortifica la compulsión de repetición, y su necesidad de castigo contribuye a la compulsión (que se ha hecho ahora muy fuerte) a procurarse un castigo real para que la angustia sea apaciguada por un castigo menos grave que el que la situación de angustia le hace anticipar. Estamos bastante familiarizados con el hecho de que los niños son traviesos porque quieren ser castigados, pero parece de la mayor importancia descubrir qué papel representa la angustia en este anhelo de castigo, y cuál es el contenido ideatorio que subyace a esta angustia urgente.
               Ilustraré ahora con otro ejemplo literario la angustia que he encontrado conectada con la primera situación de peligro en el desarrollo de una niña.
               En un artículo titulado "El espacio vacío", Karin Michaelis da un relato del desarrollo de su amiga, la pintora Ruth Kjär. Ruth Kjär poseía un notable sentido artístico, que empleaba especialmente en el arreglo de su casa, pero no tenía pronunciado talento creador. Hermosa, rica e independiente, pasaba gran parte de su vida viajando, y constantemente dejaba su casa, en la que había gastado tantos cuidados y gusto. A veces era presa de accesos de profunda depresión, que Karin Michaelis describe como sigue: "Había sólo un punto negro en su vida. En medio de la felicidad que era natural en ella, y que parecía sin perturbaciones, se hundía repentinamente en la más profunda melancolía. Una melancolía suicida. Si trataba de explicar esto, decía algo así: ´Hay un espacio vacío en mí, que nunca puedo llenar´".
               Llegó el momento en que Ruth Kjär se casó, y parecía perfectamente feliz. Pero luego de poco tiempo reaparecieron los accesos de depresión. En las palabras de Karin Michaelis: "El maldecido espacio vacío estaba, una vez más, vacío". Dejaré a la escritora hablar por si misma: "Os he dicho ya que su hogar era una galería de arte moderno. El hermano de su marido era uno de los más grandes pintores del país, y sus mejores cuadros decoraban las paredes de la habitación. Pero antes de la Navidad el cuñado se llevó un cuadro, que sólo le había prestado. El cuadro fue vendido. Esto dejó un espacio vacío en la pared, que en alguna forma inexplicable parecía coincidir con el espacio vacío dentro de ella. Cayó en un estado de la más profunda tristeza. El espacio en blanco de la pared la hizo olvidar su hermoso hogar, su felicidad, sus amigos, todo. Por supuesto, se podía conseguir un nuevo cuadro, y se lo conseguiría, pero eso llevaba tiempo; uno tenia que buscar para encontrar el cuadro justo.
               "El espacio vacío se burlaba horriblemente de ella.
               "Marido y mujer estaban sentados uno frente a otro a la mesa del desayuno. Los ojos de Ruth estaban velados de desesperanza. Pero de repente su rostro quedó transfigurado por una sonrisa. '¡Te diré lo que se me ocurre! Creo que trataré de pintarrajear un poco yo misma en la pared, hasta que consigamos un nuevo cuadro.' 'Hazlo, mi querida', dijo el marido. Era seguro que cualquier pintarrajeo que hiciera no resultaría monstruosamente feo.
               "Apenas había dejado él la habitación cuando, en perfecto rapto, había telefoneado para pedir las pinturas que solía usar su cuñado, pinceles, paleta, y todo el resto del 'equipo', para que se lo enviaran inmediatamente. Ella misma no tenía la más remota idea de cómo empezar. Nunca había sacado pintura de un tubo, puesto la base en el lienzo, o mezclado colores en la paleta. Mientras que las cosas encargadas estaban en camino, se paró frente a la vacía pared con un trozo de tiza negra en la mano e hizo trazos al azar, como le venían a la imaginación. ¿Tendría que tomar el automóvil y correr a ver a su cuñado para preguntarle cómo se pinta? ¡No, antes preferiría morir!
               "Hacia el atardecer retornó su esposo, y ella corrió a recibirlo con febril brillo en sus ojos. ¿Es que estaba por enfermarse? lo atrajo con ella, diciendo: '¡Ven, verás!' Y él vio. No podía apartar su mirada de lo que se veía, no podía entender, no lo creía. No podía creerlo. Ruth se arrojó al sofá exhausta, desfallecida: '¿Lo crees posible?'
               "La misma tarde mandaron a buscar al cuñado. Ruth palpitaba de ansiedad por el veredicto del conocedor. Pero el artista exclamó inmediatamente: '¿No te imaginarás que me vas a convencer de que tú lo pintaste? ¡Qué mentira infame! Este cuadro fue pintado por un artista experimentado. ¿Quién demonios es? No lo conozco!
               "Ruth no podía convencerlo. El pensaba que le estaban haciendo una broma. Y al retirarse, su despedida fue: '¡Si tú lo pintaste, yo voy a ir a dirigir una sinfonía de Beethoven en la Capilla Real mañana, aunque no sé ni una nota de música!'
               "Esa noche Ruth no pudo dormir mucho. El cuadro de la pared había sido pintado, eso era seguro, no era un sueño. Pero, ¿cómo había sucedido eso? ¿Y qué vendría después?
               "Estaba febril, devorada por un ardor interno. Debía probarse a si misma que la divina sensación, el inexpresable sentimiento de felicidad que habla sentido podía repetirse."
               Karin Michaelis agrega entonces que después de este primer intento, Ruth Kjär pintó varías obras maestras, y las exhibió ante los críticos y el público.
               Karin Michaelis anticipa una parte de mi interpretación de la angustia relacionada con el espacio vacío en la pared al decir: "En la pared había un espacio vacío, que en alguna forma inexplicable parecía coincidir con el espa cio vacío dentro de ella". Ahora bien, ¿cuál es el significado de este espacio vacío dentro de Ruth, o más bien, para decirlo más exactamente, de la sensación de que a su cuerpo le faltaba algo?
               Aquí ha venido a la conciencia una de las ideas conectadas con la angustia, que en el articulo que leí ante el último Congreso (1928) describí como la angustia más profunda experimentada por las niñas. Es el equivalente de la castración en varones. La niña tiene un deseo sádico, originado en los estadíos tempranos del conflicto edípico: robar los contenidos del cuerpo de la madre, es decir, el pene del padre, las heces, los hijos, y destruir a la madre misma. Este deseo provoca la angustia de que la madre a su vez le robe a ella de sus propios contenidos (especialmente de hijos) y de que su cuerpo sea destruido y mutilado. A mi entender, esta angustia que he descubierto en el análisis de niñas y mujeres como la más profunda angustia, representa la primera situación de peligro de la niña. He llegado a ver que el terror a estar sola, a la pérdida de amor y a la pérdida del objeto de amor -que Freud sostiene que es la situación infantil básica de peligro en las niñas-, es una modificación de la situación de angustia que acabo de describir. Cuando la niña que teme que la madre agreda su cuerpo, no puede ver a su madre, esto intensifica la angustia. La presencia de la madre real, amante, disminuye el miedo a la madre terrorífica, cuya imagen introyectada está en la mente de la niña. En un estadío posterior del desarrollo el contenido del miedo cambia: la madre real, amante, puede perderse y la niña quedará sola y abandonada.
               Al buscar la explicación de estas ideas, es instructivo considerar qué tipo de cuadros ha pintado Ruth Kjär desde su primer intento, cuando llenó el espacio vacío de la pared con la figura en tamaño natural de una negra desnuda. Aparte de un cuadro de flores, se ha dedicado a los retratos. Ha pintado dos veces a su hermana menor, que vivió en su casa y pasó para ella, y además, el retrato de una mujer anciana y otro de su madre. Karin Michaelis describe los dos últimos como sigue: "Y ahora Ruth no puede detenerse. El cuadro siguiente representa a una anciana que lleva la marca de los años y de las desilusiones. Su piel está arrugada, su pelo descolorido, sus ojos suaves y cansados muestran pesadumbre. Mira ante sí con la resignación desconsolada de la ancianidad, con una mirada que parece decir: 'No os preocupéis ya más por mi. Mi vida está tan cerca del fin!'
               "No es ésta la impresión que recibimos de la última obra de Ruth, el retrato de su madre, una irlandesa-canadiense. Esta señora tiene mucho tiempo ante si, antes de que deba poner los labios para la copa del renunciamiento. Delgada, imperiosa, desafiante, está allí, parada con un chal color de luna sobre sus hombros; da el efecto de una soberbia mujer de tiempos primitivos que en cualquier momento puede entrar en combate con los niños del desierto, con sus manos desnudas. ¡Qué mentón! ¡Qué fuerza en la altanera mirada!
               "El espacio vacío ha sido llenado."
               Es obvio que el deseo de reparar, de arreglar el darlo psicológicamente hecho a la madre, y también restaurarse a sí misma, estaban en el fondo del impulso a pintar estos retratos de sus parientes. El de la anciana, en el umbral de la muerte, parece ser la expresión del deseo sádico primario de destruir. El deseo de la niña de destruir a su madre, de verla vieja, gastada, desfigurada, es la causa de la necesidad de representarla en plena posesión de fuerza y belleza. Al hacerlo, la hija puede apaciguar su propia angustia y puede tratar de reparar a la madre y hacerla nueva a través del retrato. En los análisis de niños, cuando la representación de deseos destructivos es seguida de la expresión de tendencias reactivas, encontramos constantemente que el dibujo y la pintura son utilizados como medios de reparar a la gente. El caso de Ruth Kjär muestra claramente que esta angustia de la niña es de la mayor importancia para el desarrollo del yo en las mujeres, y es uno de los incentivos de realizaciones. Pero, por otra parte, esta angustia puede ser la causa de grave enfermedad y muchas inhibiciones. Como en el miedo de castración del varón, el efecto de la angustia sobre el desarrollo del yo depende del mantenimiento de cierto equilibrio óptimo y del interjuego satisfactorio entre los diversos factores.


lunes, 16 de marzo de 2015

S. Freud, Cinco conferencias sobre psicoanálisis


I


Señoras y señores: Dictar conferencias en el Nuevo Mundo ante un auditorio ávido de saber provoca en mí un novedoso y desconcertante sentimiento. Parto del supuesto de que debo ese honor solamente al enlace de mi nombre con el tema del psicoanálisis, y por eso me propongo hablarles de este último. Intentaré proporcionarles en la más apretada síntesis un panorama acerca de la historia, la génesis y el ulterior desarrollo de este nuevo método de indagación y terapia.
Si constituye un mérito haber dado nacimiento al psicoanálisis, ese mérito no es mío. Yo no participé en sus inicios. Era un estudiante preocupado por pasar sus últimos exámenes cuando otro médico de Viena, el doctor Josef Breuer aplicó por primera vez ese procedimiento a una muchacha afectada de histeria (desde 1880 hasta 1882). De ese historial clínico y terapéutico nos ocuparemos ahora. Lo hallarán expuesto con detalle en Estudios sobre la histeria [1895], publicados luego por Breuer y por mí.
Una sola observación antes de empezar: no sin satisfacción me he enterado de que la mayoría de mis oyentes no pertenecen al gremio médico.
No tengan ustedes cuidado;
no hace falta una particular formación previa en medicina para seguir mi exposición. Es cierto que por un trecho avanzaremos junto con los médicos, pero pronto nos separaremos para acompañar al doctor Breuer en un peculiarísimo camino.
La paciente del doctor Breuer, una muchacha de veintiún años, intelectualmente muy dotada, desarrolló en el trayecto de su enfermedad, que se extendió por dos años, una serie de perturbaciones corporales y anímicas merecedoras de tomarse con toda seriedad. Sufrió una parálisis con rigidez de las dos extremidades del lado derecho, que permanecían insensibles, y a veces esta misma afección en los miembros del lado izquierdo; perturbaciones en los movimientos oculares y múltiples deficiencias en la visión, dificultades para sostener la cabeza, una intensa tussis nervosa, asco frente a los alimentos y en una ocasión, durante varias semanas, incapacidad para beber no obstante una sed martirizadora; además, disminución de la capacidad de hablar, al punto de no poder expresarse o no comprender su lengua materna, y, por último, estados de ausencia, confusión, deliria, alteración de su personalidad toda, a los cuales consagraremos luego nuestra atención.
Al tomar conocimiento ustedes de semejante cuadro patológico, se inclinarán a suponer, aun sin ser médicos, que se trata de una afección grave, probablemente cerebral, que ofrece pocas perspectivas de restablecimiento y acaso lleve al temprano deceso de los aquejados por ella. Admitan, sin embargo, esta enseñanza de los médicos: para toda una serie de casos que presentan esas graves manifestaciones está justificada otra concepción, mucho más favorable. Si ese cuadro clínico aparece en una joven en quien una indagación objetiva demuestra que sus órganos internos vitales (corazón, riñones) son normales, pero que ha experimentado violentas conmociones del ánimo, y si en ciertos caracteres más finos los diversos síntomas se apartan de lo que cabría esperar, los médicos no juzgarán muy grave el caso. Afirmarán no estar frente a una afección orgánica del cerebro, sino ante ese enigmático estado que desde los tiempos de la medicina griega recibe el nombre de histeria y es capaz de simular toda una serie de graves cuadros. Por eso no disciernen peligro mortal y consideran probable una recuperación -incluso total-de la salud. No siempre es muy fácil distinguir una histeria de una afección orgánica grave. Pero no necesitamos saber cómo se realiza un diagnóstico diferencial de esta clase; bástenos la seguridad de que justamente el caso de la paciente de Breuer era uno de esos en que ningún médico experto erraría el diagnóstico de histeria. En este punto podemos traer, del informe clínico, un complemento: ella contrajo su enfermedad mientras cuidaba a su padre, tiernamente amado, de una grave dolencia que lo llevó a la tumba, y a raíz de sus propios males debió dejar de prestarle esos auxilios.
Hasta aquí nos ha resultado ventajoso avanzar junto con los médicos, pero pronto nos separaremos de ellos. En efecto, no esperen ustedes que las perspectivas del tratamiento médico hayan de mejorar esencialmente para el enfermo por el hecho de que se le diagnostique una histeria en lugar de una grave afección cerebral orgánica. Frente a las enfermedades graves del encéfalo, el arte médico es impotente en la mayoría de los casos, pero el facultativo tampoco sabe obrar nada contra la afección histérica. Tiene que dejar librados a la bondadosa naturaleza el momento y el modo en que se realice su esperanzada prognosis."
Entonces, poco cambia para el enfermo al discernírsele la histeria; es al médico a quien se le produce una gran variación. Podemos observar que su actitud hacia el histérico difiere por completo de la que adopta frente al enfermo orgánico. N o quiere dispensar al primero el mismo grado de interés que al segundo, pues su dolencia es mucho menos seria, aunque parezca reclamar que se la considere igualmente grave. Pero no es este el único motivo. El médico, que en sus estudios ha aprendido tantas cosas arcanas para el lego, ha podido formarse de las causas y alteraciones patológicas (p. ej., las sobrevenidas en el encéfalo de una persona afectada de apoplejía o neoplasia) unas representaciones que sin duda son certeras hasta cierto grado, puesto que le permiten entender los detalles del cuadro clínico. Ahora bien, todo su saber, su previa formación patológica y anátomo-fisiológica, lo desasiste al enfrentar las singularidades de los fenómenos histéricos. No puede comprender la histeria, ante la cual se encuentra en la misma situación que el lego. He ahí algo bien ingrato para quien tanto se precia de su saber en otros terrenos. Por eso los histéricos pierden su simpatía; los considera como unas personas que infringen las leyes de su ciencia, tal como miran los ortodoxos a los heréticos; les atribuye toda la malignidad posible, los acusa de exageración y deliberado engaño, simulación, y los castiga quitándoles su interés.
Pues bien; el doctor Breuer no incurrió en esta falta con su paciente: le brindó su simpatía e interés, aunque al comienzo no sabía cómo asistirla. Es probable que se lo facilitaran las notables cualidades espirituales y de carácter de ella, de las que da testimonio en el historial clínico que redactó. Su amorosa observación pronto descubrió el camino que le posibilitaría el primer auxilio terapéutico.
Se había notado que en sus estados de ausencia, de alteración psíquica con confusión, la enferma solía murmurar entre sí algunas palabras que parecían provenir de unos nexos en que se ocupase su pensamiento. Entonces el médico, que se hizo informar acerca de esas palabras, la ponía en una suerte de hipnosis yen cada ocasión se las repetía a fin de moverla a que las retomase. Así comenzaba a hacerlo la enferma, y de ese modo reproducía ante el médico las creaciones psíquicas que la gobernaban durante las ausencias y se habían traslucido en esas pocas palabras inconexas. Eran fantasías tristísimas, a menudo de poética hermosura -sueños diurnos, diríamos nosotros-, que por lo común tomaban como punto de partida la situación de una muchacha ante el lecho de enfermo de su padre. Toda vez que contaba cierto número de esas fantasías, quedaba como liberada y se veía reconducida a la vida anímica normal. Ese bienestar, que duraba varias horas, daba paso al siguienLe día a una nueva ausencia, vuelta a cancelar de igual modo mediante la enunciación de las fantasías recién formadas. No era posible sustraerse a la impresión de que la alteración psíquica exteriorizada en las ausencias era resultado del estímulo procedente de estas formaciones de fantasía, plenas de afecto en grado sumo. La paciente misma, que en la época de su enfermedad, asombrosamente, sólo hablaba y comprendía el inglés, bautizó a este novedoso tratamiento como «talking cure» {«cura de conversación»} o lo definía en broma como «chimney-sweeping» {«limpieza de chimenea»}.
Pronto se descubrió como por azar que mediante ese deshollinamiento del alma podía obtenerse algo más que una eliminación pasajera de perturbaciones anímicas siempre recurrentes. También se conseguía hacer desaparecer los síntomas patológicos cuando en la hipnosis se recordaba, con exteriorización de afectos, la ocasión y el asunto a raíz del cual esos síntomas se habían presentado por primera vez. "En el verano hubo un período de intenso calor, y la paciente sufrió mucha sed; entonces, y sin que pudiera indicar razón alguna, de pronto se le volvió imposible beber. Tomaba en su mano el ansiado vaso de agua, pero tan pronto lo tocaban sus labios, lo arrojaba de sí como si fuera una hidrofóbica. Era evidente que durante esos segundos caía en estado de ausencia. Sólo vivía a fuerza de frutas, melones, etc., que le mitigaban su sed martirizadora. Cuando esta si· tuación llevaba ya unas seis semanas, se puso a razonar en estado de hipnosis acerca de su dama de compañía inglesa, a quien no amaba, y refirió entonces con todos los signos de la repugnancia cómo había ido a su habitación, y ahí vio a su perrito, ese asqueroso animal, beber de un vaso. Ella no dijo nada pues quería ser cortés. Tras dar todavía enérgica expresión a ese enojo que se le había quedado atascado, pidió de beber, tomó sin inhibición una gran cantidad de agua y despertó de la hipnosis con el vaso en los labios. Con ello la perturbación desaparecía para siempre».
Permítanme detenerme un momento en esta experiencia. Hasta entonces nadie había eliminado un síntoma histérico por esa vía, ni penetrado tan hondo en la inteligencia de su causación. ~o podía menos que constituir un descubrimiento de los más vastos alcances si se corroboraba la expectativa de que también otros síntomas, y acaso la mayoría, nacían de ese modo en los enfermos e igualmente se los podía cancelar. Breuer no ahorró esfuerzos para convencerse de ello, y pasó a investigar de manera planificada la patogénesis de los otros síntomas, más graves. Y así era, efectivamente; casi todos los síntomas habían nacido como unos restos, como unos precipitados si ustedes quieren, de vivencias plenas de afecto a las que por eso hemos llamado después "traumas psíquicos»; y su particularidad se esclarecía por la referencia a la escena traumática que los causó. Para decirlo con un tecnicismo, eran determinados por las escenas cuyos restos mnémicos ellos figuraban, y ya no se debía describirlos como unas operaciones arbitrarias o enigmáticas de la neurosis. Anotemos sólo una desviación respecto de aquella expectativa. La que dejaba como secuela al síntoma no siempre era una vivencia única; las más de las veces habían concurrido a ese efecto repetidos y numerosos traumas, a menudo muchísimos de un mismo tipo. Toda esta cadena de recuerdos patógenos debía ser reproducida luego en su secuencia cronológica, y por cierto en sentido inverso: los últimos primero, y los primeros en último lugar; era de todo punto imposible avanzar hasta el primer trauma, que solía ser el más eficaz, saltando los sobrevenidos después.
Querrán ustedes, sin duda, que les comunique otros ejemplos de causación de síntomas histéricos, además de esta aversión al agua por asco al perro que bebió del vaso. Empero, si deseo cumplir mi programa, debo limitarme a muy pocas muestras. Así, Breuer refiere que las perturbaciones en la visión de la enferma se reconducían a ocasiones "de este tipo: la paciente estaba sentada, con lágrimas en los ojos, junto al lecho de enfermo de su padre, cuando este le preguntó de pronto qué hora era; ella no veía claro, hizo un esfuerzo, acercó el reloj a sus ojos y entonces la esfera se le apareció muy grande (macropsia y estrabismo convergente).
o bien se esforzó por sofocar las lágrimas para que el padre no las viera». Por otra parte, todas las impresiones patógenas venían de la época en que participó en el cuidado de su padre enfermo. «Cierta vez hacía vigilancia nocturna con gran angustia por el enfermo, que padecía alta fiebre, y en estado de tensión porque se esperaba a un cirujano de Viena que practicaría la operación. La madre se había alejado por un rato, y Anna estaba sentada junto al lecho del enfermo, con el brazo derecho sobre el respaldo de la silla. Cayó en un estado de sueño despierto y vio cómo desde la pared una serpiente negra se acercaba al enfermo para morderlo. (Es muy probable que en el prado que se extendía detrás de la casa aparecieran de hecho algunas serpientes y ya antes hubieran provocado terror a la muchacha, proporcionando ahora el material de'la alucinación.) Quiso espantar al animal, pero estaba como paralizada; el brazo derecho, pendiente sobre el respaldo, se le había "dormido", volviéndosele anestésico y parético, y cuando lo observó, los dedos se mudaron en pequeñas serpientes rematadas en calaveras (las uñas). Probablemente hizo intentos por ahuyentar a la serpiente con la mano derecha paralizada, y por esa vía su anestesia y parálisis entró en asociación con la alucinación de la serpiente. Cuando esta hubo desaparecido, quiso en su angustia rezar, pero se le denegó toda lengua, no pudo hablar en ninguna, hasta que por fin dio con un verso infantil en inglés y entonces pudo seguir pensando y orar en esa lengua.  Al recordar esta escena en la hipnosis, quedó eliminada también la parálisis rígida del brazo derecho, que persistía desde el comienzo de la enfermedad, llegando así a su fin el tratamiento.
Cuando años después yo empecé a aplicar el método de indagación y tratamiento de Breuer a mis propios pacientes, hice experiencias que coincidían en un todo con las de él. Una dama de unos cuarenta años sufría de un tic, un curioso ruido semejante a un chasquido que ella producía a raíz de cualquier emoción y aun sin ocasión visible. Tenía su origen en dos vivencias cuyo rasgo común era que ella se había propuesto no hacer ruido alguno, a pesar de lo cual, por una suerte de voluntad contraria, rompió el silencio justamente con aquel chasquido: una vez, cuando al fin había conseguido hacer dormir con gran trabajo a su hija enferma y se dijo que ahora tenía que guardar un silencio absoluto para no despertarla, y la otra, cuando durante un viaje en coche con sus dos hijas los caballos se espantaron con la tormenta, y ella pretendió evitar cuidadosamente todo ruido para que los animales no se asustaran todavía más.

Señoras y señores: Si me permiten ustedes la generalización que es inevitable aun tras una exposición tan abreviada, podemos verter en esta fórmula el conocimiento adquirido hasta ahora: Nuestros enfermos de histeria padecen de reminiscencias. Sus síntomas son restos y símbolos mnémicos de ciertas vivencias (traumáticas). Una comparación con otros símbolos mnémicos de campos diversos acaso nos lleve a comprender con mayor profundidad este simbolismo. También los monumentos con que adornamos nuestras grandes ciudades son unos tales símbolos mnémicos. Si ustedes van de paseo por Londres, hallarán, frente a una de las mayores estaciones ferroviarias de la ciudad, una columna gótica ricamente guarnecida, la Charing Cross. En el siglo XIII, uno de los antiguos reyes de la casa de Plantagenet hizo conducir a Westminster los despojos de su amada reina Eleanor y erigió cruces góticas en cada una de las estaciones donde el sarcófago se depositó en tierra; Charing Cross es el último de los monumentos destinados a conservar el recuerdo de este itinerario doliente.10 En otro lugar de la ciudad, no lejos del London Bridge, descubrirán una columna más moderna, eminente, que en aras de la brevedad es llamada "The Monument». Perpetúa la memoria del incendio que en 1666 estalló en las cercanías y destruyó gran parte de la ciudad. Estos monumentos son, pues, símbolos mnémicos como los síntomas histéricos; hasta este punto parece justificada la comparación. Pero, ¿qué dirían ustedes de un londinense que todavía hoy permaneciera desolado ante el monumento recordatorio del itinerario fúnebre de la reina Eleanor, en vez de perseguir sus negocios con la premura que las modernas condiciones de trabajo exigen o de regocijarse por la juvenil reina de su corazón? ¿O de otro que ante "The Monument" llorara la reducción a cenizas de su amada ciudad, que empero hace ya mucho tiempo que fue restaurada con mayor esplendor todavía? Ahora bien, los histéricos y los neuróticos todos se comportan como esos dos londinenses no prácticos. Y no es sólo que recuerden las dolorosas vivencias de un lejano pasado; todavía permanecen adheridos a ellas, no se libran del pasado y por él descuidan la realidad efectiva y el presente. Esta fijación de la vida anímica a los traumas patógenos es uno de los caracteres más importantes y de mayor sustantividad práctica de las neurosis.
Les concedo de buen grado la objeción que quizá formulan ustedes en este momento, considerando el historial clínico de la paciente de Breuer. En efecto, todos sus traumas provenían de la época en que cuidaba a su padre enfermo, y sus síntomas sólo pueden concebirse como unos signos recordatorios de su enfermedad y muerte. Por tanto, corresponden a un duelo, y no hay duda de que una fijación a la memoria del difunto tan poco tiempo después de su deceso no tiene nada de patológico, sino que más bien responde a un proceso de sentimiento normal. Yo se los concedo; la fijación a los traumas no es nada llamativo en el caso de la paciente de Breuer. Pero en otros, como el del tic tratado por mí, cuyos ocasionamientos se remontaban a más de quince y a diez años, el carácter de la adherencia anormal al pasado resulta muy nítido, y es probable que la paciente de Breuer lo habría desarrollado igualmente de no haber iniciado tratamiento catártico trascurrido un lapso tan breve desde la vivencia de los traumas y la génesis de los síntomas.
Hasta aquí sólo hemos elucidado el nexo de los síntomas histéricos con la biografía de los enfermos; en este punto, a partir de otros dos aspectos de la observación de Breuer podemos obtener una guía acerca del modo en que es preciso concebir el proceso de la contracción de la enfermedad y del restablecimiento.
En primer lugar, corresponde destacar que la enferma de Breuer, en casi todas las situaciones patógenas, debió sofocar una intensa excitación en vez de posibilitarle su decurso mediante los correspondientes signos de afecto, palabras y acciones. En la pequeña vivencia con el perro de su dama de compañía, sofocó, por miramiento hacia ella, toda exteriorización de su muy intenso asco, y mientras vigilaba junto al lecho de su padre, tuvo el permanente cuidado de no dejar que el enfermo notara nada de su angustia y dolorosa desazón. Cuando después reprodujo ante el médico esas mismas escenas, el afecto entonces inhibido afloró con particular violencia, como si se hubiera reservado durante todo ese tiempo. Y en efecto: el síntoma que había quedado pendiente de esa escena cobraba su máxima intensidad a medida que uno se acercaba a su causación, para desaparecer tras la completa tramitación de esta última. Por otro lado, pudo hacerse la experiencia de que recordar la escena ante el médico no producía efecto alguno cuando por cualquier razón ello discurría sin desarrollo de afecto. Los destinos de estos afectos, que uno podía representarse como magnitudes desplazables, eran entonces lo decisivo tanto para la contracción de la enfermedad como para el restablecimiento. Así resultó forzoso suponer que aquella sobrevino porque los afectos desarrollados en las situaciones patógenas hallaron bloqueada una salida normal, y la esencia de su contracción consistía en que entonces esos afectos «estrangulados» eran sometidos a un empleo anormal. En parte persistían como unos lastres duraderos de la vida anímica y fuentes de constante excitación; en parte experimentaban una trasposición a inusuales inervaciones e inhibiciones corporales que se constituían como los síntomas corporales del caso. Para este último proceso hemos acuñado el nombre de conversión histérica. Lo corriente y normal es que una parte de nuestra excitación anímica sea guiada por el camino de la inervación corporal, y el resultado de ello es lo que conocemos como «expresión de las emociones». Ahora bien, la conversión histérica exagera esa parte del decurso de un proceso anímico investido de afecto; corresponde a una expresión mucho más intensa, guiada por nuevas vías, de la emoción. Cuando un cauce se divide en dos canales, se producirá la congestión de uno de ellos tan pronto como la corriente tropiece con un obstáculo en el otro.
Lo ven ustedes; estamos en vías de obtener una teoría puramente psicológica de la histeria, en la que adjudicamos el primer rango a los procesos afectivos.
Una segunda observación de Breuer nos fuerza ahora a conceder una significatividad considerable a los estados de conciencia entre los rasgos característicos del acontecer patológico. La enferma de Breuer mostraba múltiples condiciones anímicas (estados de ausencia, confusión y alteración del carácter) junto a su estado normal. En este último no sabía nada de aquellas escenas patógenas ni de su urdimbre con sus síntomas; había olvidado esas escenas, o en todo caso desgarrado la urdimbre patógena. Cuando se la ponía en estado de hipnosis, tras un considerable gasto de trabajo se lograba reevocar en su memoria esas escenas, y merced a este trabajo de recuerdo los síntomas eran cancelados. La interpretación de estos hechos habría provocado gran desconcierto si las experiencias y experimentos del hipnotismo no hubieran indicado ya el camino. El estudio de los fenómenos hipnóticos nos había familiarizado con la concepción, sorprendente al comienzo, de que en un mismo individuo son posibles varios agrupamientos anímicos que pueden mantener bastante independencia recíproca, «no saber nada» unos de otros, y atraer hacia sí alternativamente a la conciencia. En ocasiones se observan también casos espontáneos de esta índole, que se designan como de «double conscience» {«doble conciencia»). Cuando, dada esa escisión de la personalidad, la conciencia permanece ligada de manera constante a uno de esos dos estados, se lo llama el estado anímico conciente, e inconciente al divorciado de él. En los consabidos fenómenos de la llamada «sugestión poshipnótica», en que una orden impartida durante la hipnosis se abre paso luego de manera imperiosa en el estado normal, se tiene un destacado arquetipo de los influjos que el estado conciente puede experimentar por obra del que para él es inconciente; y siguiendo este paradigma se logra ciertamente explicar las experiencias hechas en el caso de la histeria. Breuer se decidió por la hipótesis de que los síntomas histéricos nacían en unos particulares estados anímicos que él llamó hipnoides. Excitaciones que caen dentro de tales estados hipnoides devienen con facilidad patógenas porque ellos no ofrecen las condiciones para un decurso normal de los procesos excitatorios. De estos nace entonces un insólito producto: el síntoma, justamente; y este se eleva y penetra como un cuerpo extraño en el estado normal, al que le falta, en cambio, toda noticia sobre la situación patógena hipnoide. Donde existe un síntoma, se encuentra también una amnesia, una laguna del recuerdo; y el llenado de esa laguna conlleva la cancelación de las condiciones generadoras del síntoma.
Me temo que esta parte de mi exposición no les haya parecido muy trasparente. Pero consideren que se trata de novedosas y difíciles intuiciones, que quizá no puedan aclararse mucho más: prueba de que no hemos avanzado todavía un gran trecho en nuestro conocimiento. Por lo demás, la tesis de Breuer acerca de los estados hipnoides demostró ser estorbosa y superflua, y el actual psicoanálisis la ha abandonado. Les diré luego, siquiera indicativamente, qué influjos y procesos habrían de descubrirse tras esa divisoria de los estados hipnoides postulados por Breuer. Habrán recibido ustedes, sin duda, la justificada impresión de que las investigaciones de Breuer sólo pudieron ofrecerles una teoría harto incompleta y un esclarecimiento insatisfactorio de los fenómenos observados; pero las teorías no caen del cielo, y con mayor justificación todavía deberán ustedes desconfiar si alguien les ofrece ya desde el comienzo de sus observaciones una teoría redonda y sin lagunas. Es que esta última sólo podría ser hija de la especulación y no el fruto de una exploración de los hechos sin supuestos previos.


   II


Señoras y señores: Más o menos por la misma época en que Breuer ejercía con su paciente la «talking cure», el maestro Charcot había iniciado en París aquellas indagaciones sobre las histéricas de la Salpétriere que darían por resultado una comprensión novedosa de la enfermedad. Era imposible que esas conclusiones ya se conocieran por entonces en Viena. Pero cuando una década más tarde Breuer y yo publicamos la comunicación preliminar sobre el mecanismo psíquico de los fenómenos histéricos , que tomaba como punto de partida el tratamiento catártico de la primera paciente de Breuer, nos encontrábamos enteramente bajo el sortilegio de las investigaciones de Charcot. Equiparamos las vivencias patógenas de nuestros enfermos, en calidad de traumas psíquicos, a aquellos traumas corporales cuyo influjo sobre parálisis histéricas Charcot había establecido; y la tesis de Breuer sobre los estados hipnoides no es en verdad sino un reflejo del hecho ele que Charcot hubiera reproducido artificialmente en la hipnosis aquellas parálisis traumáticas.
El gran observador francós, de quien fui discípulo entre 1885 y 1886, no se inclinaba a las concepciones psicológicas; sólo su discípulo Pierre Janet intentó penetrar con mayor profundidad en los particulares procesos psíquicos de la histeria, y nosotros seguimos su ejemplo cuando situamos la escisión anímica y la fragmentación de la personalidad en el centro de nuestra concepción. Hallan ustedes en J anet una teoría de la histeria que toma en cuenta las doctrinas prevalecientes en Francia acerca del papel de la herencia y de la degeneración. Según él, la histeria es una forma de la alteración degenerativa del sistema nervioso que se da a conocer mediante una endeblez innata de la síntesis psíquica. Sostiene que los enfermos de histeria son desde el comienzo incapaces de cohesionar en una unidad la diversidad de los procesos anímicos, y por eso se inclinan a la disociación anímica. Si me permiten ustedes un símil trivial, pero nítido, la histórica de Janet recuerda a una débil señora que ha salido de compras y vuelve a casa cargada con una montaña de cajas y paquetes. Sus dos brazos y los diez dedos de las manos no le bastan para dominar todo el cúmulo y entonces se le cae primero un paquete. Se agacha para recogerlo, y ahora es otro el que se le escapa, etc. No armoniza bien con esa supuesta endeblez anímica de las histéricas el hecho de que entre ellas puede observarse, junto a los fenómenos de un rendimiento disminuido, también ejemplos de un incremento parcial de su productividad, como a modo de un resarcimiento. En la época en que la paciente de Breuer había olvidado su lengua materna y todas las otras salvo el inglés, su dominio de esta última llegó a tanto que era capaz, si se le presentaba un libro escrito en alemán, de producir de primer intento una traducción intachable y fluida al inglés leyendo en voz alta.
Cuando luego me apliqué a continuar por mi cuenta las indagaciones iniciadas por Breuer, pronto llegué a otro punto de vista acerca de la génesis de la disociación histérica (escisión de conciencia). Semejante divergencia, decisiva para todo lo que había de seguir, era forzoso que se produjese, pues yo no partía, como Janet, de experimentos de laboratorio, sino de empeños terapéuticos.
Sobre todo me animaba la necesidad práctica. El tratamiento catártico, como lo había ejercitado Breuer, implicaba poner al enfermo en estado de hipnosis profunda, pues sólo en el estado hipnótico hallaba este la noticia de aquellos nexos patógenos, noticia que le faltaba en su estado normal. Ahora bien, la hipnosis pronto empezó a desagradarme, como un recurso tornadizo y por así decir místico; y cuando hice la experiencia de que a pesar de todos mis empeños sólo conseguía poner en el estado hipnótico a una fracción de mis enfermos, me resolví a resignar la hipnosis e independizar de ella al tratamiento catártico. Puesto que no podía alterar a voluntad el estado psíquico de la mayoría de mis pacientes, me orienté a trabajar con su estado normal. Es cierto que al comienzo esto parecía una empresa sin sentido ni perspectivas. Se planteaba la tarea de averiguar del enfermo algo que uno no sabía y que ni él mismo sabía; ¿cómo podía esperarse averiguarlo no obstante? Entonces acudió en mi auxilio el recuerdo de un experimento muy asombroso e instructivo que yo había presenciado junto a Bernheim en Nancy len 1889]. Bernheim nos demostró por entonces que las personas a quienes él había puesto en sonambulismo hipnótico, haciéndoles vivenciar en ese estado toda clase de cosas, sólo en apariencia habían perdido el recuerdo de lo que vivenciaron sonámbulas y era posible despertarles tales recuerdos aun en el estado normal. Cuando les inquiría por sus vivencias sonámbulas, al comienzo aseveraban por cierto no saber nada; pero si él no desistía, si las esforzaba, si les aseguraba que empero lo sabían, en todos los casos volvían a acudirles esos recuerdos olvidados.
Fue lo que hice también yo con mis pacientes. Cuando había llegado con ellos a un punto en que aseveraban no saber nada más, les aseguraba que empero lo sabían, que sólo debían decirlo y me atrevía a sostenerles que el recuerdo justo sería el que les acudiese en el momento en que yo les pusiese mi mano sobre su frente. De esa manera conseguía, sin emplear la hipnosis, averiguar de los enfermos todo lo requerido para restablecer el nexo entre las escenas patógenas olvidadas y los síntomas que estas habían dejado como secuela. Pero era un procedimiento trabajoso, agotador a la larga, que no podía ser el apropiado para una técnica definitiva.
Mas no lo abandoné sin extraer de las percepciones que él procuraba las conclusiones decisivas. Así, pues, yo había corroborado que los recuerdos olvidados no estaban perdidos. Se encontraban en posesión del enfermo y prontos a aflorar en asociación con lo todavía sabido por él, pero alguna fuerza les impedía devenir concientes y los constreñía a permanecer inconcientes. Era posible suponer con certeza la existencia de esa fuerza, pues uno registraba un esfuerzo correspondiente a ella cuando se empeñaba, oponiéndosele, en introducir los recuerdos inconcientes en la conciencia del enfermo. Uno sentía como resistencia del enfermo esa fuerza que mantenía en pie al estado patológico.
Ahora bien, sobre esa idea de la resistencia he fundado mi concepción de los procesos psíquicos de la histeria. Cancelar esas resistencias se había demostrado necesario para el restablecimiento; y ahora, a partir del mecanismo de la curación, uno podía formarse representaciones muy precisas acerca de lo acontecido al contraerse la enfermedad. Las mismas fuerzas que hoy, como resistencia, se oponían al empeño de hacer conciente lo olvidado tenían que ser las que en su momento produjeron ese olvido y esforzaron {drangen} afuera de la conciencia las vivencias patógenas en cuestión. Llamé represión {esfuerzo de desalojo} a este proceso por mí supuesto, y lo consideré probado por la indiscutible existencia de la resistencia.
Desde luego, cabía preguntarse cuáles eran esas fuerzas y cuáles las condiciones de la represión en la que ahora discerníamos el mecanismo patógeno de la histeria. Una indagación comparativa de las situaciones patógenas de que se habia tenido noticia mediante el tratamiento catártico permitía ofrecer una respuesta. En todas esas vivencias había estado en juego el afloramiento de una moción de deseo que se encontraba en aguda oposición a los demás deseos del individuo, probando sur inconciliable con las exigencias éticas y estéticas de la personalidad. Había sobrevenido un breve conflicto, y el final de esta lucha interna fue que la representación que aparecía ante la conciencia como la portadora de aquel deseo inconciliable sucumbió a la represión {esfuerzo de desalojo} y fue olvidada y esforzada afuera de la conciencia junto con los recuerdos relativos a ella. Entonces, la inconciliabilidad de esa representación con el yo del enfermo era el motivo  «la fuerza impulsora» de la represión; y las fuerzas represoras eran los reclamos éticos, y otros, del individuo. La aceptación de la moción de deseo inconciliable, o la persistencia del conflicto, habrían provocado un alto grado de displacer; este displacer era ahorrado por la represión, que de esa manera probaba ser uno de los dispositivos protectores de la personalidad anímica.
Les referiré, entre muchos, uno solo de mis casos, en el que se disciernen con bastante nitidez tanto las condiciones como la utilidad de la represión. Por cierto que para mis fines me veré obligado a abreviar este historial clínico, dejando de lado importantes premisas de él. Una joven1 que poco tiempo antes había perdido a su amado padre, de cuyo cuidado fue partícipe -situación análoga a la de la paciente de Breuer-, sintió, al casarse su hermana mayor, una particular simpatía hacia su cuñado, que fácilmente pudo enmascararse como una ternura natural entre parientes. Esta hermana pronto cayó enferma y murió cuando la paciente se encontraba ausente junto con su madre. Las ausentes fueron llamadas con urgencia sin que se les proporcionase noticia cierta del doloroso suceso. Cuando la muchacha hubo llegado ante el lecho de su hermana muerta, por un breve instante afloró en ella una idea que podía expresarse aproximadamente en estas palabras: ,<Ahora él está libre y puede casarse conmigo». Estamos autorizados a dar por cierto que esa idea, delatora de su intenso amor por el cuñado, y no conciente para ella misma, fue entregada de inmediato a la represión por la revuelta de sus sentimientos. La muchacha contrajo graves síntomas histéricos y cuando yo la tomé bajo tratamiento resultó que había olvidado por completo la escena junto al lecho de su hermana, así como la moción odiosa y egoísta que emergiera en ella. La recordó en el tratamiento, reprodujo el factor patógeno en medio de los indicios de la más violenta emoción, y sanó así.
Acaso me sea lícito ilustrarles el proceso de la represión y su necesario nexo con la resistencia mediante un grosero símil que tomaré, justamente, de la situación en que ahora nos encontramos. Supongan que aquí, dentro de esta sala y entre este auditorio cuya calma y atención ejemplares yo no sabría alabar bastante, se encontrara empero un individuo revoltoso que me distrajera de mi tarea con sus impertinentes risas, charla, golpeteo con los pies. Y que yo declarara que así no puedo proseguir la conferencia, tras lo cual se levantaran algunos hombres vigorosos entre ustedes y luego de breve lucha pusieran al barullero en la puerta. Ahora él está «desalojado» {reprimido} y yo puedo continuar mi exposición. Ahora bien, para que la perturbación no se repita si el expulsado intenta volver a ingresar en la sala, los señores que ejecutaron mi voluntad colocan sus sillas contra la puerta y así se establecen como una «resistencia» tras un esfuerzo de desalojo {represión} consumado. Si ustedes trasfieren las dos localidades a lo psíquico como lo «conciente» y lo "inconciente», obtendrán una imagen bastante buena del proceso de la represión.
Ahora ven ustedes en qué radica la diferencia entre nuestra concepción y la de Janet. No derivamos la escisión psíquica de una insuficiencia innata que el aparato anímico tuviera para la síntesis, sino que la explicamos dinámicamente por el conflicto de fuerzas anímicas en lucha, discernimos en ella el resultado de una renuencia activa de cada uno de los dos agrupamientos psíquicos respecto del otro. Ahora bien, nuestra concepción engendra un gran número de nuevas cuestiones. La situación del conflicto psíquico es sin duda frecuentísima; un afán del yo por defenderse de recuerdos penosos se observa con total regularidad, y ello sin que el resultado sea una escisión anímica. Uno no puede rechazar la idea de que hacen falta todavía otras condiciones para que el conflicto tenga por consecuencia la disociación. También les concedo que con la hipótesis de la represión no nos encontramos al final, sino sólo al comienzo, de una teoría psicológica, pero no tenemos otra alternativa que avanzar paso a paso y confiar a un trabajo progresivo en anchura y profundidad la obtención de un conocimiento acabado.
Desistan, por otra parte, del intento de situar el caso de la paciente de Breuer bajo los puntos de vista de la represión. Ese historial clínico no se presta a ello porque se lo obtuvo con el auxilio del influjo hipnótico. Sólo si ustedes desechan la hipnosis pueden notar las resistencias y represiones y formarse una representación certera del proceso patógeno efectivo. La hipnosis encubre a la resistencia; vuelve expedito un cierto ámbito anímico, pero en cambio acumula la resistencia en las fronteras de ese ámbito al modo de una muralla que vuelve inaccesible todo lo demás.
Lo más valioso que aprendimos de la observación de Breuer fueron las noticias acerca de los nexos entre los síntomas y las vivencias patógenas o traumas psíquicos, y ahora no podemos omitir el apreciar esas intelecciones desde el punto de vista de la doctrina de la represión. Al comienzo no se ve bien cómo desde la represión puede llegarse a la formación de síntoma. En lugar de proporcionar una compleja deducción teórica, retomaré en este punto la imagen que antes usamos para ilustrar la represión (esfuerzo de desalojo]. Consideren que con el distanciamiento del miembro perturbador y la colocación de los guardianes ante la puerta el asunto no necesariamente queda resuelto. Muy bien puede suceder que el expulsado, ahora enconado y despojado de todo miramiento, siga dándonos qué hacer. Es verdad que ya no está entre nosotros; nos hemos librado de su presencia, de su risa irónica, de sus observaciones a media voz, pero en cierto sentido el esfuerzo de desalojo no ha tenido éxito, pues ahora da ahí afuera un espectáculo insoportable, y sus gritos Y los golpes de puño que aplica contra la puerta estorban mi conferencia más que antes su impertinente conducta. En tales circunstancias no podríamos menos que alegrarnos si, por ejemplo, nuestro estimado presidente, el doctor Stanley Hall, quisiera asumir el papel de mediador y apaciguador. Hablaría con el miembro revoltoso ahí afuera y acudiría a nosotros con la exhortación de que lo dejáramos reintentar, ofreciéndose él como garante de su buen comportamiento. Obedeciendo a la autoridad del doctor Hall, nos decidimos entonces a cancelar de nuevo el desalojo, y así vuelven a reinar la calma y la paz. En realidad, no es esta una figuración inadecuada de la tarea que compete al médico en la terapia psicoanalítica de las neurosis.
Para decirlo ahora más directamente: mediante la indagación de los histéricos y otros neuróticos llegamos a convencernos de que en ellos ha fracasado la represión de la idea entramada con el deseo insoportable. Es cierto que la han presionado afuera de la conciencia y del recuerdo, ahorrándose en apariencia una gran suma de displacer, pero la moción de deseo reprimida perdura en lo inconciente, al acecho de la oportunidad de ser activada; y luego se las arregla para enviar dentro de la conciencia una formación sustitutiva, desfigurada y vuelta irreconocible, de lo reprimido, a la que pronto se anudan las mismas sensaciones de displacer que uno creyó ahorrarse mediante la represión. Esa formación sustitutiva de la idea reprimida -el síntoma-es inmune a los ataques del yo defensor, y en vez de un breve conflicto surge ahora un padecer sin término en el tiempo. En el síntoma cabe comprobar, junto a los indicios de la desfiguración, un resto de semejanza, procurada de alguna manera, con la idea originariamente reprimida; los caminos por los cuales se consumó la formación sustitutiva pueden descubrirse en el curso del tratamiento psicoanalítico del enfermo, y para su restablecimiento es necesario que el síntoma sea trasportado de nuevo por esos mismos caminos hasta la idea reprimida. Si lo reprimido es devuelto a la actividad anímica conciente, lo cual presupone la superación de considerables resistencias, el conflicto psíquico así generado y que el enfermo quiso evitar puede hallar, con la guía del médico, un desenlace mejor que el que le procuró la represión. De tales tramitaciones adecuadas al fin, que llevan conflicto y neurosis a un feliz término, las hay varias, y en algunos casos es posible alcanzarlas combinadas entre sí. La personalidad del enfermo puede ser convencida de que rechazó el deseo patógeno sin razón y movida a aceptarlo total o parcialmente, o este mismo deseo ser guiado hacia una meta superior y por eso exenta de objeción (lo que se llama sublimación), o bien admitirse que su desestimación es justa, pero sustituirse el mecanismo automático y por eso deficiente de la represión por un juicio adverso con ayuda de las supremas operaciones espirituales del ser humano: así se logra su gobierno conciente.
Discúlpenme ustedes si no he logrado exponerles de una manera claramente aprehensible estos puntos capitales del método de tratamiento ahora llamado psicoanálisis. Las dificultades no se deben sólo a la novedad del asunto. Sobre la índole de los deseos inconciliables que a pesar de la represión saben hacerse oír desde lo inconciente, y sobre las condiciones subjetivas o constitucionales que deben darse en cierta persona para que se produzca ese fracaso de la represión y una formación sustitutiva o de síntoma, daremos noticia luego, con algunas puntualizaciones.



III


Señoras y señores: No siempre es fácil decir la verdad, en particular cuando uno se ve obligado a ser breve; así, hoy me veo precisado a corregir una inexactitud que formulé en mi anterior conferencia. Les dije que si renunciando a la hipnosis yo esforzaba a mis enfermos a comunicarme lo que se les ocurriera sobre el problema que acabábamos de tratar -puesto que ellos de hecho sabían lo supuestamente olvidado y la ocurrencia emergente contendría sin duda lo que se buscaba-, en efecto hacia la experiencia de que la ocurrencia inmediata de mis pacientes aportaba lo pertinente y probaba ser la continuación olvidada del recuerdo. Pues bien; esto no es universalmente cierto. Sólo en aras de la brevedad lo presenté tan simple. En realidad, sólo las primeras veces sucedía que lo olvidado pertinente se obtuviera tras un simple esforzar de mi parte. Si uno seguía aplicando el procedimiento, en todos los casos acudían ocurrencias que no podían ser las pertinentes porque no venían a propósito y los propios enfermos las desestimaban por incorrectas. Aquí el esforzar ya no servía de ayuda, y cabía lamentarse de haber resignado la hipnosis.
En ese estadio de desconcierto, me aferré a un prejuicio cuya legitimidad científica fue demostrada aúos después en Zurich por C. G. Jung y sus discípulos. Debo aseverar que a menudo es muy provechoso tener prejuicios. Sustentaba yo una elevada opinión sobre el determinismo {Determinienung} de los procesos anímicos y no podía creer que una ocurrencia del enfermo, producida por él en un estado de tensa atención, fuera enteramente arbitraria y careciera de nexos con la representación olvidada que buscábamos; en cuanto al hecho de que no fuera idéntica a esta última, se explicaba de manera satisfactoria a partir de la situación psicológica presupuesta. En los enfermos bajo tratamiento ejercían su acción eficaz dos fuerzas encontradas: por una parte, su afán conciente de traer a la conciencia lo olvidado presente en su inconciente, y, por la otra, la consabida resistencia que se revolvía contra ese devenir-conciente de lo reprimido o de sus retoños. Si la resistencia era igual a cero o muy pequeña, lo olvidado devenía conciente sin desfiguración; cabía entonces suponer que la desfiguración de lo buscado resultaría tanto mayor cuanto más grande fuera la resistencia a su devenir conciente. Por ende, la ocurrencia del enfermo, que acudía en vez de lo buscado, había nacido ella misma como un síntoma; era una nueva, artificiosa y efímera formación sustitutiva de lo reprimido, y tanto más desemejante a esto cuanto mayor desfiguración hubiera experimentado bajo el influjo de la resistencia. Empero, dada su naturaleza de síntoma, por fuerza mostraría cierta semejanza con lo buscado y, si la resistencia no era demasiado intensa, debía ser posible colegir, desde la ocurrencia, lo buscado escondido. La ocurrencia tenía que comportarse respecto del elemento reprimido como una alusión, como una figuración de él en discurso indirecto.
En el campo de la vida anímica normal conocemos casos en que situaciones análogas a la supuesta por nosotros brindan también parecidos resultados. Uno de ellos es el del chiste. Así, por los problemas de la técnica psicoanalítica me he visto precisado a ocuparme c!t~ la técnica de la formación de chistes. Les elucidaré un solo ejemplo de esta índole; se trata, por lo demás, de un chiste en lengua inglesa.
He aquí la anécdota:1 Dos hombres de negocios poco escrupulosos habían conseguido granjearse una enorme fortuna mediante una serie de empresas harto osadas, y tras ello se empeñaron en ingresar en la buena sociedad. Entre otros medios, les pareció adecuado hacerse retratar por el pintor más famoso y más caro de la ciudad, cada uno de cuyos cuadros se consideraba un acontecimiento. Quisieron mostrarlos por primera vez durante una gran soirée, y los dueños de casa en persona condujeron al crítico y especialista en arte más influyente hasta la pared del salón donde ambos retratos habían sido colgados uno junto al otro; esperaban así arrancarle un juicio admirativo. El crítico los contempló largamente, y al fin sacudió la cabeza como si echara de menos algo; se limitó a preguntar, señalando el espacio libre que quedaba entre ambos cuadros: «And where is the Saviour?» {«¿Y dónde está el Salvador?»}. Veo que todos ustedes ríen con este buen chiste; ahora tratemos de entenderlo. Comprendemos que el especialista en arte quiere decir: "Son ustedes un par de pillos, como aquellos entre los cuales se crucificó al Salvador». Pero no se los dice; en lugar de ello, manifiesta algo que a primera vista parece raramente inapropiado y que no viniera al caso, pero de inmediato lo discernimos como una alusión al insulto por él intentado y como su cabal sustituto. No podemos esperar que en el chiste reencontraremos todas las circunstancias que conjeturamos para la génesis de la ocurrencia en nuestros pacientes, pero insistamos en la identidad de motivación entre chiste yocurrencia. ¿Por qué nuestro crítico no dice a los dos pillos directamente lo que le gustaría? Porque junto a sus ganas de espetárselo sin disfraz actúan en él eficaces motivos contrarios. No deja de tener sus peligros ultrajar a personas de quienes uno es huésped y tienen a su disposición los vigorosos puños de gran número de servidores. Uno puede sufrir fácilmente el destino que en la conferencia anterior aduje como analogía para el «esfuerzo de desalojo» {represión). Por esta razón el crítico no expresa de manera directa el insulto intentado, sino que lo hace en una forma desfigurada como «alusión con omisión». Y bien; opinamos que es esta misma constelación la culpable de que nuestro paciente, en vez de lo olvidado que se busca, produzca una ocurrencia sustitutiva más
o menos desfigurada.
Señoras y señores: Es de todo punto adecuado llamar «complejo», siguiendo a la escuela de Zurich (Bleuler, Jung y otros), a un grupo de elementos de representación investidos de afecto. Vemos, pues, que si para buscar un complejo reprimido partimos en cierto enfermo de lo último que aún recuerda, tenemos todas las perspectivas de colegirlo siempre que él ponga a nuestra disposición un número suficiente de sus ocurrencias libres. Dejamos entonces al enfermo decir lo que quiere, y nos atenemos a la premisa de que no puede ocurrírsele otra cosa que lo que de manera indirecta dependa del complejo buscado. Si este camino para descubrir lo reprimido les parece demasiado fatigoso, puedo al menos asegurarles que es el único transitable.
Al aplicar esta técnica todavía vendrá a perturbarnos el hecho de que el enfermo a menudo se interrumpe, se atasca y asevera que no sabe decir nada, no se le ocurre absolutamente nada. Si así fuera y él estuviese en lo cierto, otra vez nuestro procedimiento resultaría insuficiente. Pero una observación más fina muestra que esa denegación de las ocurrencias en verdad no sobreviene nunca. Su apariencia se produce sólo porque el enfermo, bajo el influjo de las resistencias, que se disfrazan en la forma de diversos juicios críticos acerca del valor de la ocurrencia, se reserva o hace a un lado la ocurrencia percibida. El modo de protegerse de ello es prever esa conducta y pedirle que no haga caso de esa crítica. Bajo total renuncia a semejante selección crítica, debe decir todo lo que se le pase por la cabeza, aunque lo considere incorrecto, que no viene al caso o disparatado, y con mayor razón todavía si le resulta desagradable ocupar su pensamiento en esa ocurrencia. Por medio de su obediencia a ese precepto nos aseguramos el material que habrá de ponernos sobre la pista de los complejos reprimidos.
Este material de ocurrencias que el enfermo arroja de sí con menosprecio cuando en lugar de encontrarse influido por el médico lo está por la resistencia constituye para el psicoanalista, por así decir, el mineral en bruto del que extraerá el valioso metal con el auxilio de sencillas artes interpretativas. Si ustedes quieren procurarse una noticia rápida y provisional de los complejos reprimidos de cierto enfermo, sin internarse todavía en su ordenamiento y enlace, pueden examinarlo mediante el experimento de la asociación, tal como lo han desarrollado Jung y sus discípulos. Este procedimiento presta al psicoanalista tantos servicios como al químico el análisis cualitativo; es omisible en la terapia de enfermos neuróticos, pero indispensable para la mostración objetiva de los complejos y en la indagación de las psicosis, que la escuela de Zurich ha abordado con éxito.
La elaboración de las ocurrencias que se ofrecen al paciente cuando se somete a la regla psicoanalítica fundamental no es el único de nuestros recursos técnicos para descubrir lo inconciente. Para el mismo fin sirven otros dos procedimientos: la interpretación de sus sueños y la apreciación de sus acciones fallidas y casuales.
Les confieso, mis estimados oyentes, que consideré mucho tiempo si antes que darles este sucinto panorama de todo el campo del psicoanálisis no era preferible ofrecerles la exposición detallada de la interpretación de los sueños. Un motivo puramente subjetivo y en apariencia secundario me disuadió de esto último. Me pareció casi escandaloso presentarme en este país, consagrado a metas prácticas, como un "intérprete de sueños» antes que ustedes conocieran el valor que puede reclamar para sí este anticuado y escarnecido arte. La interpretación de los sueños es en realidad la vía regia para el conocimiento de lo inconciente,5 el fundamento más seguro del psicoanálisis y el ámbito en el cual todo trabajador debe obtener su convencimiento y su formación. Cuando me preguntan cómo puede uno hacerse psicoanalista, respondo: por el estudio de sus propios sueños. Con certero tacto, todos los oponentes del psicoanálisis han esquivado hasta ahora examinar La interpretación de los sueños o han pretendido pasarla por alto con las más insulsas objeciones. Si, por lo contrario, son ustedes capaces de aceptar las soluciones de los problemas de la vida onírica, las novedades que el psicoanálisis propone a su pensamiento ya no les depararán dificultad alguna.
No olviden que nuestras producciones oníricas nocturnas, por una parte, muestran la máxima semejanza externa y parentesco interno con las creaciones de la enfermedad mental y, por la otra, son conciliables con la salud plena de la vida despierta. No es ninguna paradoja aseverar que quien se maraville ante esos espejismos sensoriales, ideas delirantes y alteraciones del carácter «normales», en lugar de entenderlos, no tiene perspectiva alguna de aprehender mejor que el lego las formaciones anormales de unos estados anímicos patológicos. Entre tales legos pueden ustedes contar hoy, con plena seguridad, a casi todos los psiquiatras. Síganme ahora en una rápida excursión por el campo de los problemas del sueño.
Despiertos, solemos tratar tan despreciativamente a los sueños como el paciente a las ocurrencias que el psicoanalista le demanda. Y también los arrojamos de nosotros, pues por regla general los olvidamos de manera rápida y completa. Nuestro menosprecio se funda en el carácter ajeno aun de aquellos sueüos que no son confusos ni disparatados, y en el evidente absurdo y sinsentido de otros sueños; nuestro rechazo invoca las aspiraciones desinhibidamente vergonzosas e inmorales que campean en muchos sueños. Es notorio que la Antigüedad no compartía este menosprecio por los sueños. y aun en la época actual, los estratos inferiores de nuestro pueblo no se dejan conmover en su estima por ellos; como los antiguos, esperan de ellos la revelación del futuro.
Confieso que no tengo necesidad alguna de unas hipótesis místicas para llenar las lagunas de nuestro conocimiento presente, y por eso nunca pude hallar nada que corroborase una supuesta naturaleza profética de los sueños. Son cosas de muy otra índole, aunque harto maravillosas también ellas, las que pueden decirse acerca de los sueños.
En primer lugar, no todos los sueños son para el soñante ajenos, incomprensibles y confusos. Si ustedes se avienen a someter a examen los sueños de niños de corta edad, desde un año y medio en adelante, los hallarán por entero simples y de fácil esclarecimiento. El niño pequeño sueña siempre con el cumplimiento de deseos que el día anterior le despertó y no le satisfizo. No hace falta ningún arte interpretativo para hallar esta solución simple, sino solamente averiguar las vivencias que el niño tuvo la víspera (el día del sueño). Sin duda, obtendríamos la solución más satisfactoria del enigma del sueño si también los sueños de los adultos no fueran otra cosa que los de los niños, unos cumplimientos de mociones de deseo nacidas el día del sueño. Y así es efectivamente; las dificultades que estorban esta solución pueden eliminarse paso a paso por medio de un análisis más penetrante de los sueños.
Entre ellas sobresale la primera y más importante objeción, a saber, que los sueños de adultos suelen poseer un contenido incomprensible, que en modo alguno permite discernir nada de un cumplimiento de deseo. Pero la respuesta es: Estos sueños han experimentado una desfiguración; el proceso psíquico que está en su base habría debido hallar originariamente una muy diversa expresión en palabras. Deben ustedes diferenciar el contenido manifiesto del sueiío, tal como lo recuerdan de manera nebulosa por la mañana y trabajosamente visten con unas palabras al parecer arbitrarias, de los pensamientos oníricos latentes cuya presencia en lo inconciente han de suponer. Esta desfiguración onírica es el mismo proceso del que han tomado conocimiento al indagar la formación de síntomas histéricos; señala el hecho de que idéntico juego contrario de las fuerzas anímicas participa en la formación del sueño y en la del síntoma. El contenido manifiesto del sueño es el sustituto desfigurado de los pensamientos oníricos inconcientes, y esta desfiguración es la obra de unas fuerzas defensoras del yo, unas resistencias que en la vida de vigilia prohíben (uerwehren) a los deseos reprimidos de lo inconciente todo acceso a la conciencia, y que aún en su rebajamiento durante el estado del dormir conservan al menos la fuerza suficiente para obligarlos a adoptar un disfraz encubridor. Luego el soñante no discierne el sentido de sus sueños más que el histérico la referencia y el significado de sus síntomas.
30
Que existen pensamientos oníricos latentes, y que entre ellos y el contenido manifiesto del sueño hay en efecto la relación que acabamos de describir, he ahí algo de lo que ustedes pueden convencerse mediante el análisis de los sueños, cuya técnica coincide con la psicoanalítica. Han de prescindir de la trama aparente de los elementos dentro del sueño manifiesto, y ponerse a recoger las ocurrencias que para cada elemento onírico singular se obtienen en la asociación libre siguiendo la regla del trabajo psicoanalítico. A partir de este material colegirán los pensamientos oníricos latentes de un modo idéntico al que les permitió colegir, desde las ocurrencias del enfermo sobre sus síntomas y recuerdos, sus complejos escondidos. Y en los pensamientos oníricos latentes así hallados se percatarán ustedes, sin más, de cuán justificado es reconducir los sueños de adultos a los de niños. Lo que ahora sustituye al contenido manifiesto del sueño como su sentido genuino es algo que siempre se comprende con claridad, se anuda a las impresiones vitales de la víspera, y prueba ser cumplimiento de unos deseos insatisfechos. Entonces, no podrán describir el sueño manifiesto, del que tienen noticia por el recuerdo del adulto, como no sea diciendo que es un cumplimiento disfrazado de unos deseos reprimidos.
y ahora, mediante una suerte de trabajo sintético, pueden obtener también una intelección del proceso que ha producido la desfiguración de los pensamientos oníricos inconcientes en el contenido manifiesto del sueño. Llamamos «trabajo del sueño» a este proceso. Merece nuestro pleno interés teórico porque en él podemos estudiar, como en ninguna otra parte, qué insospechados procesos psíquicos son posibles en lo inconciente, o, expresado con mayor exactitud, entre dos sistemas psíquicos separados como el conciente y el inconciente. Entre estos procesos psíquicos recién discernidos se han destacado la condensación y el desplazamiento. El trabajo del sueño es un caso especial de las recíprocas injerencias de diferentes agrupamientos anímicos, vale decir el resultado de la escisión anímica, y en todos sus rasgos esenciales parece idéntico a aquel trabajo de desfiguración que muda los complejos reprimidos en síntomas a raíz de un esfuerzo de desalojo {represión I fracasado.
Además, en el análisis de los sueños descubrirán con asombro, y de la manera más convincente para ustedes mismos, el papel insospechadamente grande que en el desarrollo del ser humano desempeñan impresiones y vivencias de la temprana infancia. En la vida onírica el niño por así decir prosigue su existencia en el hombre, conservando todas sus peculiaridades y mociones de deseo, aun aquellas que han devenido inutilizable s en la vida posterior. Así se les hacen a ustedes patentes, con un poder irrefutable, todos los desarrollos, represiones, sublimaciones y formaciones reactivas por los cuales desde el niño, de tan diversa disposición, surge el llamado hombre normal, el portador y en parte la víctima de la cultura trabajosamente conquistada.
También quiero señalarles que en el análisis de los sueños hemos hallado que lo inconciente se sirve. en particular para la figuración de complejos sexuales, de un cierto simbolismo que en parte varía con los individuos pero en parte es de una fijeza típica, y parece coincidir con el simbolismo que conjeturamos tras nuestros mitos y cuentos tradicionales. No sería imposible que estas creaciones de los pueblos recibieran su esclarecimiento desde el sueño.
Por último, debo advertirles que no se dejen inducir a error por la objeción de que la emergencia de sueños de angustia contradiría nuestra concepción del sueño como cumplimiento de deseo. Prescindiendo de que también estos sueños de angustia requieren interpretación antes que se pueda formular un juicio sobre ellos, es preciso decir, con validez universal, que la angustia no va unida al contenido del sueño de una manera tan sencilla como se suele imaginar cuando se carece de otras noticias sobre las condiciones de la angustia neurótica. La angustia es una de las reacciones desautorizadoras del yo frente a deseos reprimidos que han alcanzado intensidad, y por eso también en el sueño es muy explicable cuando la formación de este se ha puesto demasiado al servicio del cumplimiento de esos deseos reprimidos.
Ven ustedes que la exploración de los sueños tendría su justificación en sí misma por las noticias que brinda acerca de cosas que de otro modo sería difícil averiguar. Pero nosotros llegamos a ella en conexión con el tratamiento psicoanalítico de los neuróticos. Tras lo dicho hasta aquí, pueden ustedes comprender fácilmente cómo la interpretación de los sueños, cuando no es demasiado estorbada por las resistencias del enfermo, lleva al conocimiento de sus deseos ocultos y reprimidos, así como de los complejos que estos alimentan; puedo pasar entonces al tercer grupo de fenómenos anímicos, cuyo estudio se ha convertido en un medio técnico para el psicoanálisis.
Me refiero a las pequeñas operaciones fallidas de los hombres tanto normales como neuróticos, a las que no se suele atribuir ningún valor: el olvido de cosas que podrían saber y que otras veces en efecto saben (p. ej., el hecho de que a uno no le acuda temporariamente un nombre propio); los deslices cometidos al hablar, que tan a menudo nos sobrevienen; los análogos deslices en la escritura y la lectura; el trastrocar las cosas confundido en ciertos manejos y el perder
o romper objetos, etc., hechos notables para los que no se suele buscar un determinismo psíquico y que se dejan pasar sin reparos como unos sucesos contingentes, fruto de la distracción, la falta de atención y parecidas condiciones. A esto se suman las acciones y gestos que los hombres ejecutan sin advertirlo para nada y -con mayor razón-sin atribuirles peso anímico: el jugar o juguetear con objetos, tararear melodías, maniobrar con el propio cuerpo o sus ropas, y otras de este tenor.6 Estas pequeñas cosas. las operaciones fallidas así como las acciones sintomáticas y casuales, no son tan insignificantes como en una suerte de tácito acuerdo se está dispuesto a creer. Poseen pleno sentido desde la situación en que acontecen; en la mayoría de los casos se las puede interpretar con facilidad y certeza, y se advierte que también ellas expresan impulsos y propósitos que deben ser relegados, escondidos a la conciencia propia, o que directamente provienen de las mismas mociones de deseo y complejos reprimidos de que ya tenemos noticia como los creadores de los síntomas y de las imágenes oníricas. Merecen entonces ser consideradas síntomas, y tomar nota de ellas, lo mismo que de los sueños, puede llevar a descubrir lo escondido en la vida anímica. Por su intermedio el hombre deja traslucir de ordinario sus más íntimos secretos. Si sobrevienen con particular facilidad y frecuencia, aun en personas sanas que globalmente han logrado bien la represión de sus mociones inconcientes, lo deben a su insignificancia y nimiedad. Pero tienen derecho a reclamar un elevado valor teórico, pues nos prueban la existencia de la represión y la formación sustitutiva aun bajo las condiciones de la salud.
Ya echan de ver ustedes que el psicoanalista se distingue por una creencia particularmente rigurosa en el determinismo de la vida anímica. Para él no hay en las exteriorizaciones psíquicas nada insignificante, nada caprichoso ni contingente; espera hallar una motivación suficiente aun donde no se suele plantear tal exigencia. Y todavía más: está preparado para descubrir una motivación múltiple del mismo efecto anímico, mientras que nuestra necesidad de encontrar las causas, que se supone innata, se declara satisfecha con una única causa psíquica.
Recapitulen ahora los medios que poseemos para descubrir lo escondido, olvidado, reprimido en la vida anímica: el estudio de las convocadas ocurrencias del paciente en la asociación libre, de sus sueños y de sus acciones fallidas y sintomáticas; agreguen todavía la valoración de otros fenómenos que se ofrecen en el curso del tratamiento psicoanalítico, sobre los cuales haré luego algunas puntualizaciones bajo el título de la "trasferencia", y llegarán conmigo a la conclusión de que nuestra técnica es ya lo bastante eficaz para poder resolver su tarea. para aportar a la conciencia el material psíquico patógeno y así eliminar el padecimiento provocado por la formación de síntomas sustitutivos. Y además, el hecho de que en tanto nos empeI1amos en la terapia enriquezcamos y ahondemos nuestro conocimiento sobre la vida anímica de los hombres normales y enfermos no puede estimarse de otro modo que como un particular atractivo y excelencia de este trabajo.
No sé si han recibido ustedes la impresión de que la técnica por cuyo arsenal acabo de guiarlos es particularmente difícil. Opino que es por entero apropiada para el asunto que está destinada a dominar. Pero hay algo seguro: ella no es evidente de suyo, se la debe aprender como a la histológica o la quirúrgica. Acaso les asombre enterarse de que en Europa hemos recibido, sobre el psicoanálisis, una multitud de juicios de personas que nada saben de esta técnica ni la aplican, y luego nos piden, como en burla, que les probemos la corrección de nuestros resultados. Sin duda que entre esos contradictores hay también personas que en otros campos no son ajenas a la mentalidad científica, y por ejemplo no desestimarían un resultado de la indagación microscópica por el hecho de que no se lo pueda corroborar a simple vista en el preparado anatómico, ni antes de formarse sobre el asunto un juicio propio con la ayuda del microscopio. Pero en materia de psicoanálisis las condiciones son en verdad menos favorables para el reconocimiento. El psicoanálisis quiere llevar al reconocimiento conciente lo reprimido en la vida anímica, y todos los que formulan juicios sobre él son a su vez hombres que poseen tales represiones, y acaso sólo a duras penas las mantienen en pie. No puede menos, pues, que provocarles la misma resistencia que despierta en el enfermo, ya esta le resulta fácil disfrazarse de desautorización intelectual y aducir argumentos semejantes a los que nosotros proscribimos en nuestros enfermos con la regla psicoanalítica fundamental. Así como en nuestros enfermos, también en nuestros oponentes podemos comprobar a menudo un muy notable rebajamiento de su facultad de juzgar, por obra de influjos afectivos. La presunción de la conciencia, que por ejemplo desestima al sueño con tanto menosprecio, se cuenta entre los dispositivos protectores provistos universalmente a todos nosotros para impedir la irrupción de los complejos inconcientes, y por eso es tan difícil convencer a los seres humanos de la realidad de lo inconciente y darles a conocer algo nuevo que contradice su noticia conciente.



IV



Señoras y señores: Ahora demandarán ustedes saber lo que con ayuda del ya descrito medio técnico hemos averiguado acerca de los complejos patógenos y mociones de deseo reprimidas de los neuróticos.
Pues bien; una cosa sobre todas: La investigación psicoanalítica reconduce con una regularidad asombrosa los síntomas patológicos a impresiones de la vida amorosa de los enfermos; nos muestra que las mociones de deseo patógenas son de la naturaleza de unos componentes pulsionales eróticos, y nos constriñe a suponer que debe atribuirse a las perturbaciones del erotismo la máxima significación entre los influjos que llevan a la enfermedad, y ello, además, en los dos sexos.
Sé que esta aseveración no se me creerá fácilmente. Aun investigadores que siguen con simpatía mis trabajos psicológicos se inclinan a opinar que yo sobrestimo la contribución etiológica de los factores sexuales, y me preguntan por qué excitaciones anímicas de otra índole no habrían de dar ocasión también a los descritos fenómenos de la represión y la formación sustitutiva. Ahora bien, yo puedo responder: No sé por qué no habrían de hacerlo, y no tengo nada que oponer a ello; pero la experiencia muestra que no poseen esa significación, que a lo sumo respaldan el efecto de los factores sexuales, mas sin poder sustituirlos nunca. Es que yo no he postulado teóricamente ese estado de las cosas; en los Estudios sobre la histeria, que en colaboración con el doctor Josef Breuer publiqué en 1895, yo aún no sostenía ese punto de vista: debí abrazarlo cuando mis experiencias se multiplicaron y penetraron con mayor profundidad en el asunto. Señores: Aquí, entre ustedes, se encuentran algunos de mis más cercanos amigos y seguidores, que me han acompañado en este viaje a Worcester. Indáguenlos, y se enterarán de que todos ellos descreyeron al comienzo por completo de esta tesis sobre la significación decisiva de la etiología sexual, hasta que sus propios empeños analíticos los compelieron a hacerla suya.
El convencimiento acerca de la justeza de la tesis en cuestión no es en verdad facilitado por el comportamiento de los pacientes. En vez de ofrecer de buena gana las noticias sobre su vida sexual, por todos los medios procuran ocultarlas. Los hombres no son en general sinceros en asuntos sexuales. No muestran con franqueza su sexualidad, sino que gastan una espesa bata hecha de... tejido de embuste para esconderla, como si hiciera mal tiempo en el mundo de la sexualidad. Y no andan descaminados; en nuestro universo cultural ni el sol ni el viento son propicios para el quehacer sexual; en verdad, ninguno de nosotros puede revelar francamente su erotismo a los otros. Pero una vez que los pacientes de ustedes reparan en que pueden hacerlo sin embarazo en el tratamiento, se quitan esa cáscara de embuste y sólo entonces están ustedes en condiciones de formarse un juicio sobre el problema en debate. Por desdicha, tampoco los médicos gozan de ningún privilegio sobre las demás criaturas en su personal relación con las cuestiones de la vida sexual, y muchos de ellos se encuentran prisioneros de esa unión de gazmoñería y concupiscencia que gobierna la conducta de la mayoría de los «hombres de cultura» en materia de sexualidad.
Permítanme proseguir ahora con la comunicación de nuestros resultados. En otra serie de casos, la exploración psicoanalítica no reconduce los síntomas, es cierto, a vivencias sexuales, sino a unas traumáticas, triviales. Pero esta diferenciación pierde valor por otra circunstancia. El trabajo de análisis requerido para el radical esclarecimiento y la curación definitiva de un caso clínico nunca se detiene en las vivencias de la época en que se contrajo la enfermedad, sino que se remonta siempre hasta la pubertad y la primera infancia del enfermo, para tropezar, sólo allí, con las impresiones y sucesos que comandaron la posterior contracción de la enfermedad. Únicamente las vivencias de la infancia explican la susceptibilidad para posteriores traumas, y sólo descubriendo y haciendo concientes estas huellas mnémicas por lo común olvidadas conseguimos el poder para eliminar los síntomas. Llegamos aquí al mismo resultado que en la exploración de los sueños, a saber, que las reprimidas, imperecederas mociones de deseo de la infancia son las que han prestado su poder a la formación de síntoma, sin lo cual la reacción frente a traumas posteriores habría discurrido por caminos normales. Pues bien, estamos autorizados a calificar de sexuales a todas esas poderosas mociones de deseo de la infancia.
Ahora con mayor razón estoy seguro de que se habrán asombrado ustedes. «¿Acaso existe una sexualidad infantil?», preguntarán; «¿No es la niñez más bien el período de la vida caracterizado por la ausencia de la pulsión sexual?». No, señores míos; ciertamente no ocurre que la pulsión sexual descienda sobre los niños en la pubertad como, según el Evangelio, el Demonio lo hace sobre las marranas. El niño tiene sus pulsiones y quehaceres sexuales desde el comienzo mismo, los trae consigo al mundo, y desde ahí, a través de un significativo desarrollo, rico en etapas, surge la llamada sexualidad normal del adulto. Ni siquiera es dificil observar las exteriorizaciones de ese quehacer sexual infantil; más bien hace falta un cierto arte para omitirlas o interpretarlas erradamente.
Por un favor del destino estoy en condiciones de invocar para mis tesis un testimonio originario del medio de ustedes. Aquí les muestro el trabajo de un doctor Sanford Bell, publicado en la American Journal of Psychology en 1902. El autor es miembro de la Clark University, el mismo instituto en cuyo salón de conferencias nos encontramos. En este trabajo, titulado «A Preliminary Study of the Emotion of Love between the Sexes» y aparecido tres años antes de mis Tres ensayos de teoría sexual, el autor dice exactamente lo que acabo de exponerles:
«The emotion of sex-love (...) does not make its appearance for the first time at the period of adolescence, as has been thought».*«La emoción del amor sexual (. ..) no hace su aparición por primera vez en el período de la adolescencia, como se ha pensado»
Como diríamos en Europa, él trabajó al estilo norteamericano, reuniendo no menos de 2.500 observaciones positivas en el curso de 15 años, de las que 800 son propias. Acerca de los signos por los que se dan a conocer esos enamoramientos, expresa:
«The unprejudiced mind, in observing these manifestations in hundreds of couples of children, cannot escape referring them to sex origino The most exacting mind is satisfied when to these observations are added the confessions of those who have, as children, experienced the emotion to a marked degree of intensity, and whose memories ofchildhood are relatively distinct».*"La mente sin prejuicios, al observar estas manifestaciones en centenares de parejas de niños, no puede evitar referirlas a los orígenes de la vida sexual. La mente más exigente se satisface cuando a estas observaciones se agregan las confesiones de aquellos que, cuando niños, experimentaron la emoción con marcada intensidad, y cuyos recuerdos de la infancia son comparativamente nítidos».
Pero lo que más sorprenderá a aquellos de ustedes que no quieran creer en la sexualidad infantil será enterarse de que, entre estos niños tempranamente enamorados, no pocos se encuentran en la tierna edad de tres, cuatro y cinco años.
No me extrañaría que creyeran ustedes más en estas observaciones de su compatriota que en las mías. Hace poco yo mismo he tenido la suerte de obtener un cuadro bastante completo de las exteriorizaciones pulsionales somáticas y de las producciones anímicas en un estadio temprano de la vida amorosa infantil, por el análisis de un varoncito de cinco años, aquejado de angustia, que su propio padre emprendió con él siguiendo las reglas del arte. Y puedo recordarles que hace pocas horas mi amigo, el doctor Carl G. Jung, les expuso en esta misma sala la observación de una niña aún más pequeña, que a raíz de igual ocasión que mi paciente -el nacimiento de un hermanito-permitió colegir con certeza casi las mismas mociones sensuales, formaciones de deseo y de complejo. No desespero, pues, de que se reconcilien ustedes con esta idea, al comienzo extraña, de la sexualidad infantil; quiero ponerles aún por delante el ejemplo de Eugen Bleuler, psiquiatra de Zurich, quien hace apenas unos años manifestaba públicamente «no entender mis teorías sexuales», y desde entonces ha corroborado la sexualidad infantil en todo su alcance por sus propias observaciones.
Es fácil de explicar el hecho de que la mayoría de los hombres, observadores médicos u otros, no quieran saber nada de la vida sexual del niño. Bajo la presión de la educación para la cultura han olvidado su propio quehacer sexual infantil y ahora no quieren que se les recuerde lo reprimido. Obtendrían otros convencimientos si iniciaran la indagación con un autoanálisis, una revisión e interpretación de sus recuerdos infantiles.
Abandonen la duda y procedan conmigo a una apreciación de la sexualidad infantil desde los primeros años de vida. La pulsión sexual del niño prueba ser en extremo compuesta, admite una descomposición en muchos elementos que provienen de diversas fuentes. Sobre todo, es aún independiente de la función de la reproducción, a cuyo servicio se pondrá más tarde. Obedece a la ganancia de diversas clases de sensación placentera, que, de acuerdo con ciertas analogías y nexos, reunimos bajo el título de placer sexual. La principal fuente del placer sexual infantil es la apropiada excitación de ciertos lugares del cuerpo particularmente estimulables: además de los genitales, las aberturas de la boca, el ano y la uretra, pero también la piel y otras superficies sensibles. Como en esta primera fase de la vida sexual infantilla satisfacción se halla en el cuerpo propio y prescinde de un objeto ajeno, la llamamos, siguiendo una expresión acuñada por Havelock Ellis, la fase del autoerotismo. Y denominamos «zonas erógenas a todos los lugares significativos para la ganancia de placer sexual. El chupetear o mamar con fruición de los pequeñitos es un buen ejemplo de una satisfacción autoerótica de esa índole, proveniente de una zona erógena; el primer observador científico de este fenómeno, un pediatra de Budapest de nombre Lindner, ya lo interpretó correctamente como una satisfacción sexual y describió de manera exhaustiva su paso a otras formas, superiores, del quehacer sexual. Otra satisfacción sexual de esta época de la vida es la excitación masturbatoria de los genitales, que tan grande significación adquiere para la vida posterior y que muchísimos individuos nunca superan del todo. Junto a estos y otros quehaceres autoeróticos, desde muy temprano se exteriorizan en el niño aquellos componentes pulsionales del placer sexual, o, como preferiríamos decir, de la libido, que tienen por premisa una persona ajena en calidad de objeto. Estas pulsiones se presentan en pares de opuestos, como activas y pasivas; les menciono los exponentes más importantes de este grupo: el placer de infligir dolor (sadismo) con su correspondiente pasivo (masoquismo), y el placer de ver activo y pasivo; del primero de estos últimos se ramifica más tarde el apetito de saber, y del segundo, el esfuerzo que lleva a la exhibición artística y actoral. Otros quehaceres sexuales del niño caen ya bajo el punto de vista de la elección de objeto, cuyo asunto principal es una persona ajena que debe su originario valor a unos miramientos de la pulsión de autoconservación. Ahora bien, la diferencia de los sexos no desempeña todavía, en este período infantil, ningún papel decisivo; así, pueden ustedes atribuir a todo niño, sin hacerle injusticia, una cierta dotación homosexual.
Esta vida sexual del niño, abigarrada, rica, pero disociada, en que cada una de las pulsiones se procura su placer con independencia de todas las otras, experimenta una síntesis y una organización siguiendo dos direcciones principales, de suerte que al concluir la época de la pubertad las más de las
veces queda listo, plasmado, el carácter sexual definitivo del individuo. Por una parte, las pulsiones singulares se subordinan al imperio de la zona genital, por cuya vía toda la vida sexual entra al servicio de la reproducción, y la satisfacción de aquellas conserva un valor sólo como preparadora y favorecedora del acto sexual en sentido estricto. Por otra parte, la elección de objeto esfuerza hacia atrás al autoerotismo, de modo que ahora en la vida amorosa todos los componentes de la pulsión sexual quieren satisfacerse en la persona amada. Pero no a todos los componentes pulsionales originarios se les permite participar en esta conformación definitiva de la vida sexual. Aún antes de la pubertad se imponen, bajo el influjo de la educación. represiones en extremo enérgicas de ciertas pulsiones, y se establecen poderes anímicos, como la vergüenza, el asco, la moral, que las mantienen a modo de unos guardianes. Cuando luego, en la pubertad, sobreviene la marea de la necesidad sexual, halla en esas formaciones anímicas reactivas o de resistencia unos diques que le prescriben su discurrir por los caminos llamados normales y le imposibilitan reanimar las pulsiones sometidas a la represión. Son sobre todo las mociones placenteras coprófilas de la infancia, vale decir las que tienen que ver con los excrementos, las afectadas de la manera más radical por la represión; además, la fijación a las personas de la elección primitiva de objeto.
Señores: Una proposición de la patología general nos dice que todo proceso de desarrollo conlleva los gérmenes de la predisposición patológica, pues puede ser inhibido, retardado, o discurrir de manera incompleta. Lo mismo es válido para el tan complejo desarrollo de la función sexual. No todos los individuos lo recorren de una manera tersa, y entonces deja como secuela o bien anormalidades o unas predisposiciones a contraer enfermedad más tarde por el camino de la involución (regresión). Puede suceder que no todas las pulsiones parciales se sometan al imperio de la zona genital; si una de aquellas pulsiones ha permanecido independiente, se produce luego lo que llamamos una perversión que puede sustituir la meta sexual normal por la suya propia. Dijimos ya que es harto frecuente que el autoerotismo no se supere del todo, de lo cual son testimonio después las más diversas perturbaciones. La igual valencia originaria de ambos sexos como objetos sexuales puede conservarse, de lo cual resulta en la vida adulta una inclinación al quehacer homosexual, que en ciertas circunstancias puede acrecentarse hasta la homosexualidad exclusiva. Esta serie de perturbaciones corresponde a las inhibiciones directas en el desarrollo de la función sexual; comprende las perversiones y el no raro infantilismo general de la vida sexual.
La predisposición a las neurosis deriva de diverso modo de un deterioro en el desarrollo sexual. Las neurosis son a las perversiones como lo negativo a lo positivo: en ellas se rastrean, como portadores de los complejos y formadores de síntoma, los mismos componentes pulsionales que en las perversiones, pero producen sus efectos desde lo inconciente; por tanto, han experimentado una represión. pero, desafiándola, pudieron afirmarse en lo inconciente. El psicoanálisis nos permite discernir que una exteriorización hiperintensa de estas pulsiones en épocas muy tempranas lleva a una suerte de fijación parcial que en lo sucesivo constituye un punto débil dentro de la ensambladura de la función sexual. Si el ejercicio de la función sexual normal en la madurez tropieza con obstáculos, se abrirán brechas en la represión (esfuerzo de desalojo y suplantación) de esa época de desarrollo justamente por los lugares en que ocurrieron las fijaciones infantiles.
Ahora quizá objeten ustedes: Pero no todo eso es sexualidad. Yo uso esa expresión en un sentido mucho más lato que aquel al que ustedes están habituados a entenderla. Se los concedo. Pero cabe preguntar si no sucede más bien que ustedes la emplean en un sentido demasiado estrecho cuando la limitan al ámbito de la reproducción. Así sacrifican la comprensión de las perversiones, el nexo entre perversión, neurosis y vida sexual normal, y se incapacitan para discernir en su verdadero significado los comienzos, fáciles de observar, de la vida amorosa somática y anímica de los niños. Pero cualquiera que sea la decisión de ustedes sobre el uso de esa palabra, retengan que el psicoanalista entiende la sexualidad en aquel sentido pleno al que uno se ve llevado por la apreciación de la sexualidad infantil.
Volvamos otra vez sobre el desarrollo sexual del niño. Nos resta mucho por pesquisar porque habíamos dirigido nuestra atención más a las exteriorizaciones somáticas que a las anímicas de la vida sexual. La primitiva elección de objeto del niño, que deriva de su necesidad de asistencia, reclama nuestro ulterior interés. Primero apunta a todas las personas encargadas de su crianza, pero ellas pronto son relegadas por los progenitores. El vínculo del niño con ambos en modo alguno está exento de elementos de coexcitación sexual, según el testimonio coincidente de la observación directa del niño y de la posterior exploración analítica. El niño toma a ambos miembros de la pareja parental, y sobre todo a uno de ellos, como objeto de sus deseos eróticos. Por lo común obedece en ello a una incitación de los padres mismos, cuya ternura presenta los más nítidos caracteres de un quehacer sexual si bien inhibido en sus metas. El padre prefiere por regla general a la hija, y la madre, al hijo varón; el niño reacciona a ello deseando, el hijo, reemplazar al padre, y la hija, a la madre. Los sentimientos que despiertan en estos vínculos entre progenitores e hijos, y en los recíprocos vínculos entre hermanos y hermanas, apuntalados en aquellos, no son sólo de naturaleza positiva y tierna, sino también negativa y hostil. El complejo así formado está destinado a una pronta represión, pero sigue ejerciendo desde lo inconciente un efecto grandioso y duradero. Estamos autorizados a formular la conjetura de que con sus ramificaciones constituye el complejo nuclear de toda neurosis, y estamos preparados para tropezar con su presencia, no menos eficaz, en otros campos de la yida anímica. El mito del rey Edipo, que mata a su padre y toma por esposa a su madre, es una revelación, muy poco modificada todavía, del deseo infantil, al que se le contrapone luego el rechazo de la barrera del incesto. El Hamlet de Shakespeare se basa en el mismo terreno del complejo incestuoso, mejor encubierio.
Hacia la época en que el niño es gobernado por el complejo nuclear no reprimido todavía, una parte significativa de su quehacer intelectual se pone al servicio de los intereses sexuales. Empieza a investigar de dónde vienen los niños y, valorando los indicios que se le ofrecen, colige sobre las circunstancias efectivas más de lo que los adultos sospecharían. Por lo común, la amenaza material que le significa un hermanito, en el que ve al comienzo sólo al competidor, despierta su interés de investigación. Bajo el influjo de las pulsiones parciales activas dentro de él mismo, alcanza cierto número de teorías sexuales infantiles. Por ejemplo, que ambos sexos poseen el mismo genital masculino, que los niños se conciben por el comer y se paren por el recto, y que el comercio entre los sexos es un acto hostil, una suerte de sometimiento. Pero justamente la inmadurez de su constitución sexual y la laguna en sus noticias que le provoca la latencia del canal sexual femenino constriñen al
investigador infantil a suspender su trabajo por infructuoso. El hecho de esta investigación infantil, así como las diversas teorías sexuales que produce, conservan valor determinante para la formación de carácter del niño y el contenido de su eventual neurosis posterior.
Es inevitable y enteramente normal que el niño convierta a sus progenitores en objetos de su primera elección amorosa. Pero su libido no debe permanecer fijada a esos objetos primeros, sino tomarlos luego como unos meros arquetipos y deslizarse hacia personas ajenas en la época de la elección definitiva de objeto. El desasimiento del niño respecto de sus padres se convierte así en una tarea insoslayable si es que no ha de peligrar la aptitud social del joven. Durante la época en que la represión selecciona entre las pulsiones parciales, y luego, cuando debe ser mitigado el influjo de los padres, que había costeado lo sustancial del gasto de esas represiones, incumben al trabajo pedagógico unas tareas que en el presente no siempre se tramitan de manera inteligente e inobjetable.
Señoras y señores: No juzguen que con estas elucidaciones sobre la vida sexual y el desarrollo psicosexual del niño nos hemos alejado demasiado del psicoanálisis y su tarea de eliminar perturbaciones neuróticas. Si ustedes quieren, pueden caracterizar al tratamiento psicoanalítico sólo como una educación retomada para superar restos infantiles.




V



Señoras y señores: Con el descubrimiento de la sexualidad infantil y la reconducción de los síntomas neuróticos a componentes pulsionales eróticos hemos obtenido algunas inesperadas fórmulas sobre la esencia y las tendencias de las neurosis. Vemos que los seres humanos enferman cuando a consecuencia de obstáculos externos o de un defecto interno de adaptación se les deniega la satisfacción de sus necesidades eróticas en la realidad. Vemos que luego se refugian en la enfermedad para hallar con su auxilio una satisfacción sustitutiva de lo denegado. Discernimos que los síntomas patológicos contienen un fragmento del quehacer sexual de la persona o su vida sexual íntegra, y hallamos en el mantenerse alejados de la realidad la principal tendencia, pero también el principal perjuicio, de la condición de enfermo. Sospechamos que la resistencia de nuestros enfermos a la curación no es simple, sino compuesta de varios motivos. No sólo el yo del enfermo se muestra renuente a resignar las represiones (esfuerzos de suplantación) mediante las cuales ha escapado a sus disposiciones originarias, sino que tampoco las pulsiones sexuales quieren renunciar a su satisfacción sustitutiva mientras sea incierto que la realidad les ofrezca algo mejor.
La huida desde la realidad insatisfactoria a lo que nosotros llamamos enfermedad a causa de su nocividad biológica, pero que nunca deja de aportar al enfermo una ganancia inmediata de placer, se consuma por la vía de la involución (regresión), el regreso a fases anteriores de la vida sexual que en su momento no carecieron de satisfacción. Esta regresión es al parecer doble: temporal, pues la libido, la necesidad erótica, retrocede a estadios de desarrollo anteriores en el tiempo, y formal, pues para exteriorizar esa necesidad se emplean los medios originarios y primitivos de expresión psíquica. Ahora bien, ambas clases de represión apuntan a la infancia y se conjugan para producir un estado infantil de la vida sexual.
Mientras más a fondo penetren ustedes en la patogénesis de la contracción de neurosis, más se les revelará la trabazón de estas con otras producciones de la vida anímica humana, aun las más valiosas. Advertirán que nosotros, los hombres, con las elevadas exigencias de nuestra cultura y bajo la presión de nuestras represiones internas, hallamos universalmente insatisfactoria la realidad, y por eso mantenemos una vida de la fantasía en la que nos gusta compensar, mediante unas producciones de cumplimiento de deseos, las carencias de la realidad. En estas fantasías se contiene mucho de la genuina naturaleza constitucional de la personalidad, y también de sus mociones reprimidas {desalojadas) de la realidad efectiva. El hombre enérgico y exitoso es el que consigue trasponer mediante el trabajo sus fantasías de deseo en realidad. Toda vez que por las resistencias del mundo exterior y la endeblez del individuo ello no se logra, sobreviene el extrañamiento respecto de la realidad; el individuo se retira a su mundo de fantasía, que le procura satisfacción y cuyo contenido, en caso de enfermar, traspone en síntomas. Bajo ciertas condiciones favorables, le resta la posibilidad de hallar desde estas fantasías un camino diverso hasta la realidad, en vez de enajenarse de ella de manera permanente por regresión a lo infantil. Cuando la persona enemistada con la realidad posee el talento artístico, que todavía constituye para nosotros un enigma psicológico, puede trasponer sus fantasías en creaciones artísticas en lugar de hacerlo en síntomas; así escapa al destino de la neurosis y recupera por este rodeo el vínculo con la realidad. Toda vez que persistiendo la rebelión contra el mundo real falle o no baste ese precioso talento, será inevitable que la libido, siguiendo el rastro de las fantasías, arribe por el camino de la regresión a reanimar los deseos infantiles y, así, a la neurosis. La neurosis hace, en nuestro tiempo, las veces del convento al que solían retirarse antaño todas las personas desengañadas de la vida o que se sentían demasiado débiles para afrontarla.
Permítanme insertar en este lugar el principal resultado al que hemos llegado mediante la indagación psicoanalítica de los neuróticos, a saber: sus neurosis no poseen un contenido psíquico propio que no se encuentre también en los sanos, o, como lo ha dicho Carl G. Jung, enferman a raíz de los mismos complejos con que luchamos también los sanos. Depende de constelaciones cuantitativas, de las relaciones entre las fuerzas en recíproca pugna, que la lucha lleve a la salud, a la neurosis o a un hiperrendimiento compensador.
Señoras y señores: Les he mantenido en reserva la experiencia más importante que corrobora nuestro supuesto sobre las fuerzas pulsionales sexuales de la neurosis. Siempre que tratamos psicoanalíticamente a un neurótico, le sobreviene el extraño fenómeno de la llamada trasferencia, vale decir, vuelca sobre el médico un exceso de mociones tiernas, contaminadas hartas veces de hostilidad, y que no se fundan en ningún vínculo real; todos los detalles de su emergencia nos fuerzan a derivarlas de los antiguos deseos fantaseados del enfermo, devenidos inconcientes. Entonces, revive en sus relaciones con el médico aquella parte de su vida de sentimientos que él ya no puede evocar en el recuerdo, y sólo reviviéndola así en la "trasferencia» se convence de la existencia y del poder de esas mociones sexuales inconcientes. Los síntomas, que para tomar un símil de la química son los precipitados de tempranas vivencias amorosas (en el sentido más lato), sólo pueden solucionarse y trasportarse a otros productos psíquicos en la elevada temperatura de la vivencia de trasferencia. Según una acertada expresión de Sándor Ferenczi el médico desempeña en esta reacción el papel de un fermento catalítico que de manera temporaria atrae hacia sí los afectos que libremente devienen a raíz del proceso. El estudio de la trasferencia puede proporcionarles también la clave para entender la sugestión hipnótica de la que al comienzo nos habíamos servido como medio técnico para explorar lo inconciente en nuestros enfermos. En aquella época la hipnosis demostró ser un auxiliar terapéutico, pero también un obstáculo para el discernimiento científico de la relación de las cosas, pues removía las resistencias psíquicas de cierto ámbito para acumularlas en sus lindes hasta erigir una muralla infranqueable. Por lo demás, no crean ustedes que el fenómeno de la trasferencia, sobre el que desdichadamente es muy poco lo que puedo decirles aquí, sería creado por el influjo psicoanalítico. Ella se produce de manera espontánea en todas las relaciones humanas, lo mismo que en la del enfermo con el médico; es dondequiera el genuino portador del influjo terapéutico, y su efecto es tanto mayor cuanto menos se sospecha su presencia. Entonces, el psicoanálisis no la crea; meramente la revela a la conciencia y se apodera de ella a fin de guiar los procesos psíquicos hacia las metas deseadas. Sin embargo, no puedo abandonar el tema de la trasferencia sin destacar que este fenómeno no sólo cuenta decisivamente para el convencimiento del enfermo, sino también para el del médico. Sé que todos mis partidarios sólo mediante sus experiencias con la trasferencia se convencieron de la justeza de mis tesis sobre la patogénesis de las neurosis, y muy bien puedo concebir que no se obtenga esa certeza en el juicio mientras uno mismo no haya hecho psicoanálisis, vale decir, no haya observado por sí mismo los efectos de la trasferencia.
Señoras y señores: Opino que del lado del intelecto cabe apreciar sobre todo dos obstáculos para el reconocimiento de las argumentaciones psicoanalíticas. En primer lugar, la falta de hábito de contar con el determinismo estricto y sin excepciones de la vida anímica y, en segundo, el desconocimiento de las peculiaridades por las cuales unos procesos anímicos inconcientes se diferencian de los concientes con que estamos familiarizados. Una de las más difundidas resistencias al trabajo psicoanalítico -tanto en personas enfermas como en sanas-se reconduce al segundo de los factores mencionados. Se teme causar daño mediante el psicoanálisis, se tiene angustia a convocar a la conciencia del enfermo las mociones sexuales reprimidas, como si esto aparejara el peligro de que con ello resultaran luego avasalladas sus aspiraciones éticas superiores y fuera despojado de sus adquisiciones culturales. Uno nota que el enfermo tiene puntos débiles en su vida anímica, pero no se atreve a tocarlos para no aumentarle todavía más su padecimiento. Podemos retomar esta analogía. Sin duda, es más benigno no tocar lugares enfermos si por esa vía uno no sabe otra cosa que deparar dolor. Pero, como es bien sabido, el cirujano no se abstiene de investigar y trabajar sobre el foco enfermo cuando se propone una intervención destinada a procurar curación duradera. Nadie piensa en reprocharle las inevitables molestias de la investigación ni los fenómenos reactivos de la operación cuando esta alcanza su propósito y el enfermo, mediante un temporario empeoramiento de su estado, gana su definitiva eliminación. Parecida es la situación en el caso del psicoanálisis; tiene derecho a reclamar lo mismo que la cirugía, pero, siendo buena la técnica, las mayores molestias que depara al enfermo en el curso del tratamiento son incomparablemente menores que las que el cirujano impone, y de todo punto desdeñables con relación a la gravedad del sufrimiento básico. Y en cuanto al temido desenlace, la destrucción del carácter cultural por obra de las pulsiones emancipadas de la represión, es por completo imposible, pues tales aprensiones no toman en cuenta lo que nos han enseñado con certeza nuestras experiencias, a saber, que el poder anímico y somático de una moción de deseo, toda vez que su represión haya fracasado, es incomparablemente más intenso cuando es inconciente que cuando es conciente, de suerte que hacerla conc:iente no puede tener otro efecto que debilitarla. El deseo inconciente es insusceptibIe de influencia e independiente de cualquier aspiración contraria, en tanto que el deseo conciente resulta inhibido por todo cuanto es igualmente conciente y lo contraría. Por tanto, el trabajo psicoanalítico, como sustituto mejor de la infructuosa represión, se pone directamente al servicio de las aspiraciones culturales supremas y más valiosas.
¿Cuáles son, en general. los destinos de los deseos inconcientes liberados por el psicoanálisis, por qué caminos conseguimos volverlos inocuos para la vida del individuo? Esos caminos son varios. Lo más frecuente es que ya durante el trabajo sean consumidos por la actividad anímica correcta de las mociones mejores que se les contraponen. La represión es sustituida por un juicio adverso llevado a cabo con los mejores medios. Ello es posible porque en buena parte sólo tenemos que eliminar consecuencias de estadios más tempranos de desarrollo del yo. El individuo produjo en su momento una represión de la pulsión inutilizable sólo porque en esa época él mismo era muy endeble y su organización muy imperfecta; con su madurez y fortaleza actuales quizá pueda gobernar de manera intachable lo que le es hostil.
Un segundo desenlace del trabajo psicoanalítico es poder aportarles a las pulsiones inconcientes descubiertas aquella aplicación acorde a fines que ya habrían debido hallar antes si el desarrollo no estuviera perturbado. En efecto, el desarraigo de las mociones infantiles de deseo en modo alguno constituye la meta ideal del desarrollo. Mediante sus represiones, el neurótico ha mermado muchas fuentes de energía anímica, cuyos aportes habrían sido muy valiosos para su formación de carácter y quehacer en la vida. Conocemos un proceso de desarrollo muy adecuado al fin, la llamada sublimación, mediante la cual la energía de mociones infantiles de deseo no es bloqueada, sino que permanece aplicable si a las mociones singulares se les pone, en lugar de la meta inutilizable, una superior, que eventualmente ya no es sexual. Y son los componentes de la Imlsión sexual los que se destacan en particular por esa aptitud para la sublimación, para permutar su meta sexual por una más distante y socialmente más valiosa. Es probable que a los aportes de energía ganados de esa manera para nuestras operaciones anímicas debamos los máximos logros culturales. Una represión sobrevenida temprano excluye la sublimación de la pulsión reprimida; cancelada la represión, vuelve a quedar expedito el camino para la sublimación.
No podemos dejar de considerar también el tercero de los desenlaces del trabajo psicoanalítico. Cierta parte de las mociones libidinosas reprimidas tienen derecho a una satisfacción directa y deben hallarla en la vida. Nuestras exigencias culturales hacen demasiado difícil la vida para la mayoría de las organizaciones humanas, y así promueven el extrañamiento de la realidad y la génesis de las neurosis sin conseguir un superávit de ganancia cultural a cambio de ese exceso de represión sexual. No debemos llevar nuestra arrogancia hasta descuidar por completo lo animal originario de nuestra naturaleza, y tampoco nos es lícito olvidar que la satisfacción dichosa del individuo no puede eliminarse de las metas de nuestra cultura. Es que la plasticidad de los componentes sexuales, que se anuncia en su aptitud para la sublimación, puede engendrar la gran tentación de obtener efectos culturales cada vez mayores mediante una sublimación cada vez más vasta. Pero así como en nuestras máquinas no podemos contar con trasformar en trabajo mecánico útil más que un cierto fragmento del calor aplicado, no debemos aspirar a enajenar la pulsión sexual de sus genuinas metas en toda la amplitud de su energía. No es posible lograrlo, y si la limitación de la sexualidad se lleva demasiado lejos, no podrá menos que aparejar todos los nocivos resultados de una explotación depredadora.
No sé si la advertencia con que concluyo mi exposición puede haberles parecido a ustedes, a su vez, una arrogancia. Sólo me atreveré a presentar de manera indirecta mi convicción contándoles una vieja historia cuya moraleja dejo a su cargo. La literatura alemana conoce un pueblito de Schilda, a cuyos moradores atribuye la fama toda clase de agudezas. Los habitantes de Schilda, se nos refiere, poseían también un caballo de cuyo vigor para el trabajo estaban muy satisfechos, y sólo una cosa tenían para reprocharle: consumía demasiada avena, avena cara. Resolvieron quitarle esta mala costumbre benévolamente, reduciéndole día tras día su ración en varios tallos hasta habituarlo a la abstinencia total. Por un tiempo todo marchó a pedir de boca. El caballo se había deshabituado a comer, salvo un solo tallo diario, y por fin al día siguiente trabajaría sin avena ninguna. Esa mañana hallaron muerto al alevoso animal; los pobladores de Schilda no pudieron explicarse de qué había muerto.
Nos inclinaremos a creer que el caballo murió de hambre. y sin una cierta ración de avena no puede esperarse que ningún animal trabaje.
Agradézcoles, señores, la invitación que me han hecho y la atención que me han dispensado.