I
Señoras y señores: Dictar conferencias en el Nuevo Mundo ante un
auditorio ávido de saber provoca en mí un novedoso y desconcertante
sentimiento. Parto del supuesto de que debo ese honor solamente al enlace de mi
nombre con el tema del psicoanálisis, y por eso me propongo hablarles de este
último. Intentaré proporcionarles en la más apretada síntesis un panorama
acerca de la historia, la génesis y el ulterior desarrollo de este nuevo método
de indagación y terapia.
Si constituye un mérito haber dado nacimiento al psicoanálisis,
ese mérito no es mío. Yo no participé en sus inicios. Era un estudiante
preocupado por pasar sus últimos exámenes cuando otro médico de Viena, el
doctor Josef Breuer aplicó por primera vez ese procedimiento a una muchacha
afectada de histeria (desde 1880 hasta 1882). De ese historial clínico y
terapéutico nos ocuparemos ahora. Lo hallarán expuesto con detalle en Estudios
sobre la histeria [1895], publicados luego por Breuer y por mí.
Una sola observación antes de empezar: no sin satisfacción me he
enterado de que la mayoría de mis oyentes no pertenecen al gremio médico.
No tengan ustedes cuidado;
no hace falta una particular formación previa en medicina para
seguir mi exposición. Es cierto que por un trecho avanzaremos junto con los médicos,
pero pronto nos separaremos para acompañar al doctor Breuer en un peculiarísimo
camino.
La paciente del doctor Breuer, una muchacha de veintiún años,
intelectualmente muy dotada, desarrolló en el trayecto de su enfermedad, que se
extendió por dos años, una serie de perturbaciones corporales y anímicas
merecedoras de tomarse con toda seriedad. Sufrió una parálisis con rigidez de
las dos extremidades del lado derecho, que permanecían insensibles, y a veces
esta misma afección en los miembros del lado izquierdo; perturbaciones en los
movimientos oculares y múltiples deficiencias en la visión, dificultades para
sostener la cabeza, una intensa tussis nervosa, asco frente a los alimentos y
en una ocasión, durante varias semanas, incapacidad para beber no obstante una
sed martirizadora; además, disminución de la capacidad de hablar, al punto de
no poder expresarse o no comprender su lengua materna, y, por último, estados
de ausencia, confusión, deliria, alteración de su personalidad toda, a los
cuales consagraremos luego nuestra atención.
Al tomar conocimiento ustedes de semejante cuadro patológico, se
inclinarán a suponer, aun sin ser médicos, que se trata de una afección grave,
probablemente cerebral, que ofrece pocas perspectivas de restablecimiento y acaso
lleve al temprano deceso de los aquejados por ella. Admitan, sin embargo, esta
enseñanza de los médicos: para toda una serie de casos que presentan esas
graves manifestaciones está justificada otra concepción, mucho más favorable.
Si ese cuadro clínico aparece en una joven en quien una indagación objetiva
demuestra que sus órganos internos vitales (corazón, riñones) son normales,
pero que ha experimentado violentas conmociones del ánimo, y si en ciertos
caracteres más finos los diversos síntomas se apartan de lo que cabría esperar,
los médicos no juzgarán muy grave el caso. Afirmarán no estar frente a una
afección orgánica del cerebro, sino ante ese enigmático estado que desde los
tiempos de la medicina griega recibe el nombre de histeria y es capaz de simular
toda una serie de graves cuadros. Por eso no disciernen peligro mortal y
consideran probable una recuperación -incluso total-de la salud. No siempre es
muy fácil distinguir una histeria de una afección orgánica grave. Pero no
necesitamos saber cómo se realiza un diagnóstico diferencial de esta clase;
bástenos la seguridad de que justamente el caso de la paciente de Breuer era
uno de esos en que ningún médico experto erraría el diagnóstico de histeria. En
este punto podemos traer, del informe clínico, un complemento: ella contrajo su
enfermedad mientras cuidaba a su padre, tiernamente amado, de una grave
dolencia que lo llevó a la tumba, y a raíz de sus propios males debió dejar de
prestarle esos auxilios.
Hasta aquí nos ha resultado ventajoso avanzar junto con los
médicos, pero pronto nos separaremos de ellos. En efecto, no esperen ustedes
que las perspectivas del tratamiento médico hayan de mejorar esencialmente para
el enfermo por el hecho de que se le diagnostique una histeria en lugar de una
grave afección cerebral orgánica. Frente a las enfermedades graves del
encéfalo, el arte médico es impotente en la mayoría de los casos, pero el
facultativo tampoco sabe obrar nada contra la afección histérica. Tiene que
dejar librados a la bondadosa naturaleza el momento y el modo en que se realice
su esperanzada prognosis."
Entonces, poco cambia para el enfermo al discernírsele la
histeria; es al médico a quien se le produce una gran variación. Podemos
observar que su actitud hacia el histérico difiere por completo de la que
adopta frente al enfermo orgánico. N o quiere dispensar al primero el mismo
grado de interés que al segundo, pues su dolencia es mucho menos seria, aunque
parezca reclamar que se la considere igualmente grave. Pero no es este el único
motivo. El médico, que en sus estudios ha aprendido tantas cosas arcanas para
el lego, ha podido formarse de las causas y alteraciones patológicas (p. ej.,
las sobrevenidas en el encéfalo de una persona afectada de apoplejía o
neoplasia) unas representaciones que sin duda son certeras hasta cierto grado,
puesto que le permiten entender los detalles del cuadro clínico. Ahora bien,
todo su saber, su previa formación patológica y anátomo-fisiológica, lo
desasiste al enfrentar las singularidades de los fenómenos histéricos. No puede
comprender la histeria, ante la cual se encuentra en la misma situación que el
lego. He ahí algo bien ingrato para quien tanto se precia de su saber en otros
terrenos. Por eso los histéricos pierden su simpatía; los considera como unas
personas que infringen las leyes de su ciencia, tal como miran los ortodoxos a
los heréticos; les atribuye toda la malignidad posible, los acusa de
exageración y deliberado engaño, simulación, y los castiga quitándoles su
interés.
Pues bien; el doctor Breuer no incurrió en esta falta con su
paciente: le brindó su simpatía e interés, aunque al comienzo no sabía cómo
asistirla. Es probable que se lo facilitaran las notables cualidades
espirituales y de carácter de ella, de las que da testimonio en el historial clínico
que redactó. Su amorosa observación pronto descubrió el camino que le
posibilitaría el primer auxilio terapéutico.
Se había notado que en sus estados de ausencia, de alteración
psíquica con confusión, la enferma solía murmurar entre sí algunas palabras que
parecían provenir de unos nexos en que se ocupase su pensamiento. Entonces el
médico, que se hizo informar acerca de esas palabras, la ponía en una suerte de
hipnosis yen cada ocasión se las repetía a fin de moverla a que las retomase.
Así comenzaba a hacerlo la enferma, y de ese modo reproducía ante el médico las
creaciones psíquicas que la gobernaban durante las ausencias y se habían
traslucido en esas pocas palabras inconexas. Eran fantasías tristísimas, a
menudo de poética hermosura -sueños diurnos, diríamos nosotros-, que por lo
común tomaban como punto de partida la situación de una muchacha ante el lecho
de enfermo de su padre. Toda vez que contaba cierto número de esas fantasías,
quedaba como liberada y se veía reconducida a la vida anímica normal. Ese
bienestar, que duraba varias horas, daba paso al siguienLe día a una nueva
ausencia, vuelta a cancelar de igual modo mediante la enunciación de las
fantasías recién formadas. No era posible sustraerse a la impresión de que la
alteración psíquica exteriorizada en las ausencias era resultado del estímulo
procedente de estas formaciones de fantasía, plenas de afecto en grado sumo. La
paciente misma, que en la época de su enfermedad, asombrosamente, sólo hablaba
y comprendía el inglés, bautizó a este novedoso tratamiento como «talking cure»
{«cura de conversación»} o lo definía en broma como «chimney-sweeping»
{«limpieza de chimenea»}.
Pronto se descubrió como por azar que mediante ese
deshollinamiento del alma podía obtenerse algo más que una eliminación pasajera
de perturbaciones anímicas siempre recurrentes. También se conseguía hacer
desaparecer los síntomas patológicos cuando en la hipnosis se recordaba, con
exteriorización de afectos, la ocasión y el asunto a raíz del cual esos
síntomas se habían presentado por primera vez. "En el verano hubo un
período de intenso calor, y la paciente sufrió mucha sed; entonces, y sin que
pudiera indicar razón alguna, de pronto se le volvió imposible beber. Tomaba en
su mano el ansiado vaso de agua, pero tan pronto lo tocaban sus labios, lo
arrojaba de sí como si fuera una hidrofóbica. Era evidente que durante esos
segundos caía en estado de ausencia. Sólo vivía a fuerza de frutas, melones,
etc., que le mitigaban su sed martirizadora. Cuando esta si· tuación llevaba ya
unas seis semanas, se puso a razonar en estado de hipnosis acerca de su dama de
compañía inglesa, a quien no amaba, y refirió entonces con todos los signos de
la repugnancia cómo había ido a su habitación, y ahí vio a su perrito, ese
asqueroso animal, beber de un vaso. Ella no dijo nada pues quería ser cortés.
Tras dar todavía enérgica expresión a ese enojo que se le había quedado
atascado, pidió de beber, tomó sin inhibición una gran cantidad de agua y
despertó de la hipnosis con el vaso en los labios. Con ello la perturbación
desaparecía para siempre».
Permítanme detenerme un momento en esta experiencia. Hasta
entonces nadie había eliminado un síntoma histérico por esa vía, ni penetrado
tan hondo en la inteligencia de su causación. ~o podía menos que constituir un
descubrimiento de los más vastos alcances si se corroboraba la expectativa de
que también otros síntomas, y acaso la mayoría, nacían de ese modo en los
enfermos e igualmente se los podía cancelar. Breuer no ahorró esfuerzos para
convencerse de ello, y pasó a investigar de manera planificada la patogénesis
de los otros síntomas, más graves. Y así era, efectivamente; casi todos los
síntomas habían nacido como unos restos, como unos precipitados si ustedes
quieren, de vivencias plenas de afecto a las que por eso hemos llamado después
"traumas psíquicos»; y su particularidad se esclarecía por la referencia a
la escena traumática que los causó. Para decirlo con un tecnicismo, eran
determinados por las escenas cuyos restos mnémicos ellos figuraban, y ya no se
debía describirlos como unas operaciones arbitrarias o enigmáticas de la
neurosis. Anotemos sólo una desviación respecto de aquella expectativa. La que
dejaba como secuela al síntoma no siempre era una vivencia única; las más de
las veces habían concurrido a ese efecto repetidos y numerosos traumas, a
menudo muchísimos de un mismo tipo. Toda esta cadena de recuerdos patógenos
debía ser reproducida luego en su secuencia cronológica, y por cierto en
sentido inverso: los últimos primero, y los primeros en último lugar; era de
todo punto imposible avanzar hasta el primer trauma, que solía ser el más
eficaz, saltando los sobrevenidos después.
Querrán ustedes, sin duda, que les comunique otros ejemplos de
causación de síntomas histéricos, además de esta aversión al agua por asco al
perro que bebió del vaso. Empero, si deseo cumplir mi programa, debo limitarme
a muy pocas muestras. Así, Breuer refiere que las perturbaciones en la visión
de la enferma se reconducían a ocasiones "de este tipo: la paciente estaba
sentada, con lágrimas en los ojos, junto al lecho de enfermo de su padre,
cuando este le preguntó de pronto qué hora era; ella no veía claro, hizo un
esfuerzo, acercó el reloj a sus ojos y entonces la esfera se le apareció muy
grande (macropsia y estrabismo convergente).
o bien se esforzó por sofocar las lágrimas para que el padre no
las viera». Por otra parte, todas las impresiones patógenas venían de la época
en que participó en el cuidado de su padre enfermo. «Cierta vez hacía
vigilancia nocturna con gran angustia por el enfermo, que padecía alta fiebre,
y en estado de tensión porque se esperaba a un cirujano de Viena que
practicaría la operación. La madre se había alejado por un rato, y Anna estaba
sentada junto al lecho del enfermo, con el brazo derecho sobre el respaldo de
la silla. Cayó en un estado de sueño despierto y vio cómo desde la pared una
serpiente negra se acercaba al enfermo para morderlo. (Es muy probable que en
el prado que se extendía detrás de la casa aparecieran de hecho algunas serpientes
y ya antes hubieran provocado terror a la muchacha, proporcionando ahora el
material de'la alucinación.) Quiso espantar al animal, pero estaba como
paralizada; el brazo derecho, pendiente sobre el respaldo, se le había
"dormido", volviéndosele anestésico y parético, y cuando lo observó,
los dedos se mudaron en pequeñas serpientes rematadas en calaveras (las uñas).
Probablemente hizo intentos por ahuyentar a la serpiente con la mano derecha
paralizada, y por esa vía su anestesia y parálisis entró en asociación con la
alucinación de la serpiente. Cuando esta hubo desaparecido, quiso en su
angustia rezar, pero se le denegó toda lengua, no pudo hablar en ninguna, hasta
que por fin dio con un verso infantil en inglés y entonces pudo seguir pensando
y orar en esa lengua. Al recordar esta escena en la hipnosis, quedó
eliminada también la parálisis rígida del brazo derecho, que persistía desde el
comienzo de la enfermedad, llegando así a su fin el tratamiento.
Cuando años después yo empecé a aplicar el método de indagación y
tratamiento de Breuer a mis propios pacientes, hice experiencias que coincidían
en un todo con las de él. Una dama de unos cuarenta años sufría de un tic, un
curioso ruido semejante a un chasquido que ella producía a raíz de cualquier emoción
y aun sin ocasión visible. Tenía su origen en dos vivencias cuyo rasgo común
era que ella se había propuesto no hacer ruido alguno, a pesar de lo cual, por
una suerte de voluntad contraria, rompió el silencio justamente con aquel
chasquido: una vez, cuando al fin había conseguido hacer dormir con gran
trabajo a su hija enferma y se dijo que ahora tenía que guardar un silencio
absoluto para no despertarla, y la otra, cuando durante un viaje en coche con
sus dos hijas los caballos se espantaron con la tormenta, y ella pretendió
evitar cuidadosamente todo ruido para que los animales no se asustaran todavía
más.
Señoras y señores: Si me permiten ustedes la generalización que es
inevitable aun tras una exposición tan abreviada, podemos verter en esta fórmula
el conocimiento adquirido hasta ahora: Nuestros enfermos de histeria padecen de
reminiscencias. Sus síntomas son restos y símbolos mnémicos de ciertas
vivencias (traumáticas). Una comparación con otros símbolos mnémicos de campos
diversos acaso nos lleve a comprender con mayor profundidad este simbolismo.
También los monumentos con que adornamos nuestras grandes ciudades son unos
tales símbolos mnémicos. Si ustedes van de paseo por Londres, hallarán, frente
a una de las mayores estaciones ferroviarias de la ciudad, una columna gótica
ricamente guarnecida, la Charing Cross. En el siglo XIII, uno de los antiguos
reyes de la casa de Plantagenet hizo conducir a Westminster los despojos de su
amada reina Eleanor y erigió cruces góticas en cada una de las estaciones donde
el sarcófago se depositó en tierra; Charing Cross es el último de los
monumentos destinados a conservar el recuerdo de este itinerario doliente.10 En
otro lugar de la ciudad, no lejos del London Bridge, descubrirán una columna
más moderna, eminente, que en aras de la brevedad es llamada "The
Monument». Perpetúa la memoria del incendio que en 1666 estalló en las
cercanías y destruyó gran parte de la ciudad. Estos monumentos son, pues,
símbolos mnémicos como los síntomas histéricos; hasta este punto parece
justificada la comparación. Pero, ¿qué dirían ustedes de un londinense que
todavía hoy permaneciera desolado ante el monumento recordatorio del itinerario
fúnebre de la reina Eleanor, en vez de perseguir sus negocios con la premura
que las modernas condiciones de trabajo exigen o de regocijarse por la juvenil
reina de su corazón? ¿O de otro que ante "The Monument" llorara la
reducción a cenizas de su amada ciudad, que empero hace ya mucho tiempo que fue
restaurada con mayor esplendor todavía? Ahora bien, los histéricos y los
neuróticos todos se comportan como esos dos londinenses no prácticos. Y no es
sólo que recuerden las dolorosas vivencias de un lejano pasado; todavía
permanecen adheridos a ellas, no se libran del pasado y por él descuidan la realidad
efectiva y el presente. Esta fijación de la vida anímica a los traumas
patógenos es uno de los caracteres más importantes y de mayor sustantividad
práctica de las neurosis.
Les concedo de buen grado la objeción que quizá formulan ustedes
en este momento, considerando el historial clínico de la paciente de Breuer. En
efecto, todos sus traumas provenían de la época en que cuidaba a su padre
enfermo, y sus síntomas sólo pueden concebirse como unos signos recordatorios
de su enfermedad y muerte. Por tanto, corresponden a un duelo, y no hay duda de
que una fijación a la memoria del difunto tan poco tiempo después de su deceso
no tiene nada de patológico, sino que más bien responde a un proceso de
sentimiento normal. Yo se los concedo; la fijación a los traumas no es nada
llamativo en el caso de la paciente de Breuer. Pero en otros, como el del tic
tratado por mí, cuyos ocasionamientos se remontaban a más de quince y a diez
años, el carácter de la adherencia anormal al pasado resulta muy nítido, y es
probable que la paciente de Breuer lo habría desarrollado igualmente de no
haber iniciado tratamiento catártico trascurrido un lapso tan breve desde la
vivencia de los traumas y la génesis de los síntomas.
Hasta aquí sólo hemos elucidado el nexo de los síntomas histéricos
con la biografía de los enfermos; en este punto, a partir de otros dos aspectos
de la observación de Breuer podemos obtener una guía acerca del modo en que es
preciso concebir el proceso de la contracción de la enfermedad y del
restablecimiento.
En primer lugar, corresponde destacar que la enferma de Breuer, en
casi todas las situaciones patógenas, debió sofocar una intensa excitación en
vez de posibilitarle su decurso mediante los correspondientes signos de afecto,
palabras y acciones. En la pequeña vivencia con el perro de su dama de
compañía, sofocó, por miramiento hacia ella, toda exteriorización de su muy
intenso asco, y mientras vigilaba junto al lecho de su padre, tuvo el
permanente cuidado de no dejar que el enfermo notara nada de su angustia y
dolorosa desazón. Cuando después reprodujo ante el médico esas mismas escenas,
el afecto entonces inhibido afloró con particular violencia, como si se hubiera
reservado durante todo ese tiempo. Y en efecto: el síntoma que había quedado
pendiente de esa escena cobraba su máxima intensidad a medida que uno se
acercaba a su causación, para desaparecer tras la completa tramitación de esta
última. Por otro lado, pudo hacerse la experiencia de que recordar la escena
ante el médico no producía efecto alguno cuando por cualquier razón ello
discurría sin desarrollo de afecto. Los destinos de estos afectos, que uno
podía representarse como magnitudes desplazables, eran entonces lo decisivo
tanto para la contracción de la enfermedad como para el restablecimiento. Así
resultó forzoso suponer que aquella sobrevino porque los afectos desarrollados
en las situaciones patógenas hallaron bloqueada una salida normal, y la esencia
de su contracción consistía en que entonces esos afectos «estrangulados» eran
sometidos a un empleo anormal. En parte persistían como unos lastres duraderos
de la vida anímica y fuentes de constante excitación; en parte experimentaban
una trasposición a inusuales inervaciones e inhibiciones corporales que se
constituían como los síntomas corporales del caso. Para este último proceso
hemos acuñado el nombre de conversión histérica. Lo corriente y normal es que
una parte de nuestra excitación anímica sea guiada por el camino de la
inervación corporal, y el resultado de ello es lo que conocemos como «expresión
de las emociones». Ahora bien, la conversión histérica exagera esa parte del
decurso de un proceso anímico investido de afecto; corresponde a una expresión
mucho más intensa, guiada por nuevas vías, de la emoción. Cuando un cauce se
divide en dos canales, se producirá la congestión de uno de ellos tan pronto
como la corriente tropiece con un obstáculo en el otro.
Lo ven ustedes; estamos en vías de obtener una teoría puramente
psicológica de la histeria, en la que adjudicamos el primer rango a los
procesos afectivos.
Una segunda observación de Breuer nos fuerza ahora a conceder una
significatividad considerable a los estados de conciencia entre los rasgos
característicos del acontecer patológico. La enferma de Breuer mostraba
múltiples condiciones anímicas (estados de ausencia, confusión y alteración del
carácter) junto a su estado normal. En este último no sabía nada de aquellas
escenas patógenas ni de su urdimbre con sus síntomas; había olvidado esas
escenas, o en todo caso desgarrado la urdimbre patógena. Cuando se la ponía en
estado de hipnosis, tras un considerable gasto de trabajo se lograba reevocar
en su memoria esas escenas, y merced a este trabajo de recuerdo los síntomas
eran cancelados. La interpretación de estos hechos habría provocado gran
desconcierto si las experiencias y experimentos del hipnotismo no hubieran
indicado ya el camino. El estudio de los fenómenos hipnóticos nos había
familiarizado con la concepción, sorprendente al comienzo, de que en un mismo
individuo son posibles varios agrupamientos anímicos que pueden mantener
bastante independencia recíproca, «no saber nada» unos de otros, y atraer hacia
sí alternativamente a la conciencia. En ocasiones se observan también casos
espontáneos de esta índole, que se designan como de «double conscience» {«doble
conciencia»). Cuando, dada esa escisión de la personalidad, la conciencia
permanece ligada de manera constante a uno de esos dos estados, se lo llama el
estado anímico conciente, e inconciente al divorciado de él. En los consabidos
fenómenos de la llamada «sugestión poshipnótica», en que una orden impartida
durante la hipnosis se abre paso luego de manera imperiosa en el estado normal,
se tiene un destacado arquetipo de los influjos que el estado conciente puede
experimentar por obra del que para él es inconciente; y siguiendo este
paradigma se logra ciertamente explicar las experiencias hechas en el caso de
la histeria. Breuer se decidió por la hipótesis de que los síntomas histéricos
nacían en unos particulares estados anímicos que él llamó hipnoides.
Excitaciones que caen dentro de tales estados hipnoides devienen con facilidad
patógenas porque ellos no ofrecen las condiciones para un decurso normal de los
procesos excitatorios. De estos nace entonces un insólito producto: el síntoma,
justamente; y este se eleva y penetra como un cuerpo extraño en el estado
normal, al que le falta, en cambio, toda noticia sobre la situación patógena
hipnoide. Donde existe un síntoma, se encuentra también una amnesia, una laguna
del recuerdo; y el llenado de esa laguna conlleva la cancelación de las
condiciones generadoras del síntoma.
Me temo que esta parte de mi exposición no les haya parecido muy
trasparente. Pero consideren que se trata de novedosas y difíciles intuiciones,
que quizá no puedan aclararse mucho más: prueba de que no hemos avanzado
todavía un gran trecho en nuestro conocimiento. Por lo demás, la tesis de
Breuer acerca de los estados hipnoides demostró ser estorbosa y superflua, y el
actual psicoanálisis la ha abandonado. Les diré luego, siquiera
indicativamente, qué influjos y procesos habrían de descubrirse tras esa
divisoria de los estados hipnoides postulados por Breuer. Habrán recibido
ustedes, sin duda, la justificada impresión de que las investigaciones de
Breuer sólo pudieron ofrecerles una teoría harto incompleta y un
esclarecimiento insatisfactorio de los fenómenos observados; pero las teorías
no caen del cielo, y con mayor justificación todavía deberán ustedes desconfiar
si alguien les ofrece ya desde el comienzo de sus observaciones una teoría
redonda y sin lagunas. Es que esta última sólo podría ser hija de la
especulación y no el fruto de una exploración de los hechos sin supuestos
previos.
II
Señoras y señores: Más o menos por la misma época en que Breuer
ejercía con su paciente la «talking cure», el maestro Charcot había iniciado en
París aquellas indagaciones sobre las histéricas de la Salpétriere que darían
por resultado una comprensión novedosa de la enfermedad. Era imposible que esas
conclusiones ya se conocieran por entonces en Viena. Pero cuando una década más
tarde Breuer y yo publicamos la comunicación preliminar sobre el mecanismo
psíquico de los fenómenos histéricos , que tomaba como punto de partida el
tratamiento catártico de la primera paciente de Breuer, nos encontrábamos
enteramente bajo el sortilegio de las investigaciones de Charcot. Equiparamos
las vivencias patógenas de nuestros enfermos, en calidad de traumas psíquicos,
a aquellos traumas corporales cuyo influjo sobre parálisis histéricas Charcot
había establecido; y la tesis de Breuer sobre los estados hipnoides no es en
verdad sino un reflejo del hecho ele que Charcot hubiera reproducido
artificialmente en la hipnosis aquellas parálisis traumáticas.
El gran observador francós, de quien fui discípulo entre 1885 y
1886, no se inclinaba a las concepciones psicológicas; sólo su discípulo Pierre
Janet intentó penetrar con mayor profundidad en los particulares procesos
psíquicos de la histeria, y nosotros seguimos su ejemplo cuando situamos la
escisión anímica y la fragmentación de la personalidad en el centro de nuestra
concepción. Hallan ustedes en J anet una teoría de la histeria que toma en
cuenta las doctrinas prevalecientes en Francia acerca del papel de la herencia
y de la degeneración. Según él, la histeria es una forma de la alteración
degenerativa del sistema nervioso que se da a conocer mediante una endeblez
innata de la síntesis psíquica. Sostiene que los enfermos de histeria son desde
el comienzo incapaces de cohesionar en una unidad la diversidad de los procesos
anímicos, y por eso se inclinan a la disociación anímica. Si me permiten
ustedes un símil trivial, pero nítido, la histórica de Janet recuerda a una
débil señora que ha salido de compras y vuelve a casa cargada con una montaña
de cajas y paquetes. Sus dos brazos y los diez dedos de las manos no le bastan
para dominar todo el cúmulo y entonces se le cae primero un paquete. Se agacha
para recogerlo, y ahora es otro el que se le escapa, etc. No armoniza bien con
esa supuesta endeblez anímica de las histéricas el hecho de que entre ellas
puede observarse, junto a los fenómenos de un rendimiento disminuido, también
ejemplos de un incremento parcial de su productividad, como a modo de un
resarcimiento. En la época en que la paciente de Breuer había olvidado su
lengua materna y todas las otras salvo el inglés, su dominio de esta última
llegó a tanto que era capaz, si se le presentaba un libro escrito en alemán, de
producir de primer intento una traducción intachable y fluida al inglés leyendo
en voz alta.
Cuando luego me apliqué a continuar por mi cuenta las indagaciones
iniciadas por Breuer, pronto llegué a otro punto de vista acerca de la génesis
de la disociación histérica (escisión de conciencia). Semejante divergencia,
decisiva para todo lo que había de seguir, era forzoso que se produjese, pues
yo no partía, como Janet, de experimentos de laboratorio, sino de empeños
terapéuticos.
Sobre todo me animaba la necesidad práctica. El tratamiento
catártico, como lo había ejercitado Breuer, implicaba poner al enfermo en
estado de hipnosis profunda, pues sólo en el estado hipnótico hallaba este la
noticia de aquellos nexos patógenos, noticia que le faltaba en su estado
normal. Ahora bien, la hipnosis pronto empezó a desagradarme, como un recurso
tornadizo y por así decir místico; y cuando hice la experiencia de que a pesar
de todos mis empeños sólo conseguía poner en el estado hipnótico a una fracción
de mis enfermos, me resolví a resignar la hipnosis e independizar de ella al
tratamiento catártico. Puesto que no podía alterar a voluntad el estado
psíquico de la mayoría de mis pacientes, me orienté a trabajar con su estado
normal. Es cierto que al comienzo esto parecía una empresa sin sentido ni
perspectivas. Se planteaba la tarea de averiguar del enfermo algo que uno no
sabía y que ni él mismo sabía; ¿cómo podía esperarse averiguarlo no obstante?
Entonces acudió en mi auxilio el recuerdo de un experimento muy asombroso e
instructivo que yo había presenciado junto a Bernheim en Nancy len 1889].
Bernheim nos demostró por entonces que las personas a quienes él había puesto
en sonambulismo hipnótico, haciéndoles vivenciar en ese estado toda clase de
cosas, sólo en apariencia habían perdido el recuerdo de lo que vivenciaron
sonámbulas y era posible despertarles tales recuerdos aun en el estado normal.
Cuando les inquiría por sus vivencias sonámbulas, al comienzo aseveraban por
cierto no saber nada; pero si él no desistía, si las esforzaba, si les
aseguraba que empero lo sabían, en todos los casos volvían a acudirles esos
recuerdos olvidados.
Fue lo que hice también yo con mis pacientes. Cuando había llegado
con ellos a un punto en que aseveraban no saber nada más, les aseguraba que
empero lo sabían, que sólo debían decirlo y me atrevía a sostenerles que el
recuerdo justo sería el que les acudiese en el momento en que yo les pusiese mi
mano sobre su frente. De esa manera conseguía, sin emplear la hipnosis,
averiguar de los enfermos todo lo requerido para restablecer el nexo entre las
escenas patógenas olvidadas y los síntomas que estas habían dejado como
secuela. Pero era un procedimiento trabajoso, agotador a la larga, que no podía
ser el apropiado para una técnica definitiva.
Mas no lo abandoné sin extraer de las percepciones que él
procuraba las conclusiones decisivas. Así, pues, yo había corroborado que los
recuerdos olvidados no estaban perdidos. Se encontraban en posesión del enfermo
y prontos a aflorar en asociación con lo todavía sabido por él, pero alguna
fuerza les impedía devenir concientes y los constreñía a permanecer
inconcientes. Era posible suponer con certeza la existencia de esa fuerza, pues
uno registraba un esfuerzo correspondiente a ella cuando se empeñaba,
oponiéndosele, en introducir los recuerdos inconcientes en la conciencia del enfermo.
Uno sentía como resistencia del enfermo esa fuerza que mantenía en pie al
estado patológico.
Ahora bien, sobre esa idea de la resistencia he fundado mi
concepción de los procesos psíquicos de la histeria. Cancelar esas resistencias
se había demostrado necesario para el restablecimiento; y ahora, a partir del
mecanismo de la curación, uno podía formarse representaciones muy precisas
acerca de lo acontecido al contraerse la enfermedad. Las mismas fuerzas que
hoy, como resistencia, se oponían al empeño de hacer conciente lo olvidado
tenían que ser las que en su momento produjeron ese olvido y esforzaron
{drangen} afuera de la conciencia las vivencias patógenas en cuestión. Llamé
represión {esfuerzo de desalojo} a este proceso por mí supuesto, y lo consideré
probado por la indiscutible existencia de la resistencia.
Desde luego, cabía preguntarse cuáles eran esas fuerzas y cuáles
las condiciones de la represión en la que ahora discerníamos el mecanismo
patógeno de la histeria. Una indagación comparativa de las situaciones
patógenas de que se habia tenido noticia mediante el tratamiento catártico
permitía ofrecer una respuesta. En todas esas vivencias había estado en juego
el afloramiento de una moción de deseo que se encontraba en aguda oposición a
los demás deseos del individuo, probando sur inconciliable con las exigencias
éticas y estéticas de la personalidad. Había sobrevenido un breve conflicto, y
el final de esta lucha interna fue que la representación que aparecía ante la
conciencia como la portadora de aquel deseo inconciliable sucumbió a la
represión {esfuerzo de desalojo} y fue olvidada y esforzada afuera de la
conciencia junto con los recuerdos relativos a ella. Entonces, la
inconciliabilidad de esa representación con el yo del enfermo era el motivo
«la fuerza impulsora» de la represión; y las fuerzas represoras eran los
reclamos éticos, y otros, del individuo. La aceptación de la moción de deseo
inconciliable, o la persistencia del conflicto, habrían provocado un alto grado
de displacer; este displacer era ahorrado por la represión, que de esa manera
probaba ser uno de los dispositivos protectores de la personalidad anímica.
Les referiré, entre muchos, uno solo de mis casos, en el que se
disciernen con bastante nitidez tanto las condiciones como la utilidad de la
represión. Por cierto que para mis fines me veré obligado a abreviar este
historial clínico, dejando de lado importantes premisas de él. Una joven1 que
poco tiempo antes había perdido a su amado padre, de cuyo cuidado fue partícipe
-situación análoga a la de la paciente de Breuer-, sintió, al casarse su
hermana mayor, una particular simpatía hacia su cuñado, que fácilmente pudo
enmascararse como una ternura natural entre parientes. Esta hermana pronto cayó
enferma y murió cuando la paciente se encontraba ausente junto con su madre.
Las ausentes fueron llamadas con urgencia sin que se les proporcionase noticia
cierta del doloroso suceso. Cuando la muchacha hubo llegado ante el lecho de su
hermana muerta, por un breve instante afloró en ella una idea que podía
expresarse aproximadamente en estas palabras: ,<Ahora él está libre y puede
casarse conmigo». Estamos autorizados a dar por cierto que esa idea, delatora
de su intenso amor por el cuñado, y no conciente para ella misma, fue entregada
de inmediato a la represión por la revuelta de sus sentimientos. La muchacha
contrajo graves síntomas histéricos y cuando yo la tomé bajo tratamiento
resultó que había olvidado por completo la escena junto al lecho de su hermana,
así como la moción odiosa y egoísta que emergiera en ella. La recordó en el
tratamiento, reprodujo el factor patógeno en medio de los indicios de la más
violenta emoción, y sanó así.
Acaso me sea lícito ilustrarles el proceso de la represión y su
necesario nexo con la resistencia mediante un grosero símil que tomaré,
justamente, de la situación en que ahora nos encontramos. Supongan que aquí,
dentro de esta sala y entre este auditorio cuya calma y atención ejemplares yo
no sabría alabar bastante, se encontrara empero un individuo revoltoso que me
distrajera de mi tarea con sus impertinentes risas, charla, golpeteo con los
pies. Y que yo declarara que así no puedo proseguir la conferencia, tras lo
cual se levantaran algunos hombres vigorosos entre ustedes y luego de breve
lucha pusieran al barullero en la puerta. Ahora él está «desalojado»
{reprimido} y yo puedo continuar mi exposición. Ahora bien, para que la
perturbación no se repita si el expulsado intenta volver a ingresar en la sala,
los señores que ejecutaron mi voluntad colocan sus sillas contra la puerta y
así se establecen como una «resistencia» tras un esfuerzo de desalojo
{represión} consumado. Si ustedes trasfieren las dos localidades a lo psíquico
como lo «conciente» y lo "inconciente», obtendrán una imagen bastante
buena del proceso de la represión.
Ahora ven ustedes en qué radica la diferencia entre nuestra
concepción y la de Janet. No derivamos la escisión psíquica de una
insuficiencia innata que el aparato anímico tuviera para la síntesis, sino que
la explicamos dinámicamente por el conflicto de fuerzas anímicas en lucha,
discernimos en ella el resultado de una renuencia activa de cada uno de los dos
agrupamientos psíquicos respecto del otro. Ahora bien, nuestra concepción
engendra un gran número de nuevas cuestiones. La situación del conflicto
psíquico es sin duda frecuentísima; un afán del yo por defenderse de recuerdos
penosos se observa con total regularidad, y ello sin que el resultado sea una
escisión anímica. Uno no puede rechazar la idea de que hacen falta todavía otras
condiciones para que el conflicto tenga por consecuencia la disociación.
También les concedo que con la hipótesis de la represión no nos encontramos al
final, sino sólo al comienzo, de una teoría psicológica, pero no tenemos otra
alternativa que avanzar paso a paso y confiar a un trabajo progresivo en
anchura y profundidad la obtención de un conocimiento acabado.
Desistan, por otra parte, del intento de situar el caso de la
paciente de Breuer bajo los puntos de vista de la represión. Ese historial
clínico no se presta a ello porque se lo obtuvo con el auxilio del influjo
hipnótico. Sólo si ustedes desechan la hipnosis pueden notar las resistencias y
represiones y formarse una representación certera del proceso patógeno
efectivo. La hipnosis encubre a la resistencia; vuelve expedito un cierto
ámbito anímico, pero en cambio acumula la resistencia en las fronteras de ese
ámbito al modo de una muralla que vuelve inaccesible todo lo demás.
Lo más valioso que aprendimos de la observación de Breuer fueron
las noticias acerca de los nexos entre los síntomas y las vivencias patógenas o
traumas psíquicos, y ahora no podemos omitir el apreciar esas intelecciones
desde el punto de vista de la doctrina de la represión. Al comienzo no se ve
bien cómo desde la represión puede llegarse a la formación de síntoma. En lugar
de proporcionar una compleja deducción teórica, retomaré en este punto la
imagen que antes usamos para ilustrar la represión (esfuerzo de desalojo].
Consideren que con el distanciamiento del miembro perturbador y la colocación
de los guardianes ante la puerta el asunto no necesariamente queda resuelto.
Muy bien puede suceder que el expulsado, ahora enconado y despojado de todo
miramiento, siga dándonos qué hacer. Es verdad que ya no está entre nosotros;
nos hemos librado de su presencia, de su risa irónica, de sus observaciones a
media voz, pero en cierto sentido el esfuerzo de desalojo no ha tenido éxito,
pues ahora da ahí afuera un espectáculo insoportable, y sus gritos Y los golpes
de puño que aplica contra la puerta estorban mi conferencia más que antes su
impertinente conducta. En tales circunstancias no podríamos menos que
alegrarnos si, por ejemplo, nuestro estimado presidente, el doctor Stanley
Hall, quisiera asumir el papel de mediador y apaciguador. Hablaría con el
miembro revoltoso ahí afuera y acudiría a nosotros con la exhortación de que lo
dejáramos reintentar, ofreciéndose él como garante de su buen comportamiento.
Obedeciendo a la autoridad del doctor Hall, nos decidimos entonces a cancelar
de nuevo el desalojo, y así vuelven a reinar la calma y la paz. En realidad, no
es esta una figuración inadecuada de la tarea que compete al médico en la
terapia psicoanalítica de las neurosis.
Para decirlo ahora más directamente: mediante la indagación de los
histéricos y otros neuróticos llegamos a convencernos de que en ellos ha
fracasado la represión de la idea entramada con el deseo insoportable. Es
cierto que la han presionado afuera de la conciencia y del recuerdo,
ahorrándose en apariencia una gran suma de displacer, pero la moción de deseo
reprimida perdura en lo inconciente, al acecho de la oportunidad de ser
activada; y luego se las arregla para enviar dentro de la conciencia una
formación sustitutiva, desfigurada y vuelta irreconocible, de lo reprimido, a
la que pronto se anudan las mismas sensaciones de displacer que uno creyó
ahorrarse mediante la represión. Esa formación sustitutiva de la idea reprimida
-el síntoma-es inmune a los ataques del yo defensor, y en vez de un breve
conflicto surge ahora un padecer sin término en el tiempo. En el síntoma cabe
comprobar, junto a los indicios de la desfiguración, un resto de semejanza,
procurada de alguna manera, con la idea originariamente reprimida; los caminos
por los cuales se consumó la formación sustitutiva pueden descubrirse en el
curso del tratamiento psicoanalítico del enfermo, y para su restablecimiento es
necesario que el síntoma sea trasportado de nuevo por esos mismos caminos hasta
la idea reprimida. Si lo reprimido es devuelto a la actividad anímica
conciente, lo cual presupone la superación de considerables resistencias, el
conflicto psíquico así generado y que el enfermo quiso evitar puede hallar, con
la guía del médico, un desenlace mejor que el que le procuró la represión. De
tales tramitaciones adecuadas al fin, que llevan conflicto y neurosis a un
feliz término, las hay varias, y en algunos casos es posible alcanzarlas
combinadas entre sí. La personalidad del enfermo puede ser convencida de que
rechazó el deseo patógeno sin razón y movida a aceptarlo total o parcialmente,
o este mismo deseo ser guiado hacia una meta superior y por eso exenta de
objeción (lo que se llama sublimación), o bien admitirse que su desestimación
es justa, pero sustituirse el mecanismo automático y por eso deficiente de la
represión por un juicio adverso con ayuda de las supremas operaciones
espirituales del ser humano: así se logra su gobierno conciente.
Discúlpenme ustedes si no he logrado exponerles de una manera
claramente aprehensible estos puntos capitales del método de tratamiento ahora
llamado psicoanálisis. Las dificultades no se deben sólo a la novedad del
asunto. Sobre la índole de los deseos inconciliables que a pesar de la
represión saben hacerse oír desde lo inconciente, y sobre las condiciones
subjetivas o constitucionales que deben darse en cierta persona para que se
produzca ese fracaso de la represión y una formación sustitutiva o de síntoma,
daremos noticia luego, con algunas puntualizaciones.
III
Señoras y señores: No siempre es fácil decir la verdad, en
particular cuando uno se ve obligado a ser breve; así, hoy me veo precisado a
corregir una inexactitud que formulé en mi anterior conferencia. Les dije que
si renunciando a la hipnosis yo esforzaba a mis enfermos a comunicarme lo que
se les ocurriera sobre el problema que acabábamos de tratar -puesto que ellos
de hecho sabían lo supuestamente olvidado y la ocurrencia emergente contendría
sin duda lo que se buscaba-, en efecto hacia la experiencia de que la
ocurrencia inmediata de mis pacientes aportaba lo pertinente y probaba ser la
continuación olvidada del recuerdo. Pues bien; esto no es universalmente
cierto. Sólo en aras de la brevedad lo presenté tan simple. En realidad, sólo
las primeras veces sucedía que lo olvidado pertinente se obtuviera tras un
simple esforzar de mi parte. Si uno seguía aplicando el procedimiento, en todos
los casos acudían ocurrencias que no podían ser las pertinentes porque no
venían a propósito y los propios enfermos las desestimaban por incorrectas.
Aquí el esforzar ya no servía de ayuda, y cabía lamentarse de haber resignado
la hipnosis.
En ese estadio de desconcierto, me aferré a un prejuicio cuya
legitimidad científica fue demostrada aúos después en Zurich por C. G. Jung y
sus discípulos. Debo aseverar que a menudo es muy provechoso tener prejuicios.
Sustentaba yo una elevada opinión sobre el determinismo {Determinienung} de los
procesos anímicos y no podía creer que una ocurrencia del enfermo, producida
por él en un estado de tensa atención, fuera enteramente arbitraria y careciera
de nexos con la representación olvidada que buscábamos; en cuanto al hecho de
que no fuera idéntica a esta última, se explicaba de manera satisfactoria a
partir de la situación psicológica presupuesta. En los enfermos bajo
tratamiento ejercían su acción eficaz dos fuerzas encontradas: por una parte,
su afán conciente de traer a la conciencia lo olvidado presente en su
inconciente, y, por la otra, la consabida resistencia que se revolvía contra
ese devenir-conciente de lo reprimido o de sus retoños. Si la resistencia era
igual a cero o muy pequeña, lo olvidado devenía conciente sin desfiguración;
cabía entonces suponer que la desfiguración de lo buscado resultaría tanto
mayor cuanto más grande fuera la resistencia a su devenir conciente. Por ende,
la ocurrencia del enfermo, que acudía en vez de lo buscado, había nacido ella
misma como un síntoma; era una nueva, artificiosa y efímera formación
sustitutiva de lo reprimido, y tanto más desemejante a esto cuanto mayor
desfiguración hubiera experimentado bajo el influjo de la resistencia. Empero,
dada su naturaleza de síntoma, por fuerza mostraría cierta semejanza con lo
buscado y, si la resistencia no era demasiado intensa, debía ser posible
colegir, desde la ocurrencia, lo buscado escondido. La ocurrencia tenía que
comportarse respecto del elemento reprimido como una alusión, como una
figuración de él en discurso indirecto.
En el campo de la vida anímica normal conocemos casos en que
situaciones análogas a la supuesta por nosotros brindan también parecidos
resultados. Uno de ellos es el del chiste. Así, por los problemas de la técnica
psicoanalítica me he visto precisado a ocuparme c!t~ la técnica de la formación
de chistes. Les elucidaré un solo ejemplo de esta índole; se trata, por lo
demás, de un chiste en lengua inglesa.
He aquí la anécdota:1 Dos hombres de negocios poco escrupulosos
habían conseguido granjearse una enorme fortuna mediante una serie de empresas
harto osadas, y tras ello se empeñaron en ingresar en la buena sociedad. Entre
otros medios, les pareció adecuado hacerse retratar por el pintor más famoso y
más caro de la ciudad, cada uno de cuyos cuadros se consideraba un
acontecimiento. Quisieron mostrarlos por primera vez durante una gran soirée, y
los dueños de casa en persona condujeron al crítico y especialista en arte más
influyente hasta la pared del salón donde ambos retratos habían sido colgados
uno junto al otro; esperaban así arrancarle un juicio admirativo. El crítico
los contempló largamente, y al fin sacudió la cabeza como si echara de menos
algo; se limitó a preguntar, señalando el espacio libre que quedaba entre ambos
cuadros: «And where is the Saviour?» {«¿Y dónde está el Salvador?»}. Veo que
todos ustedes ríen con este buen chiste; ahora tratemos de entenderlo.
Comprendemos que el especialista en arte quiere decir: "Son ustedes un par
de pillos, como aquellos entre los cuales se crucificó al Salvador». Pero no se
los dice; en lugar de ello, manifiesta algo que a primera vista parece
raramente inapropiado y que no viniera al caso, pero de inmediato lo
discernimos como una alusión al insulto por él intentado y como su cabal
sustituto. No podemos esperar que en el chiste reencontraremos todas las
circunstancias que conjeturamos para la génesis de la ocurrencia en nuestros
pacientes, pero insistamos en la identidad de motivación entre chiste
yocurrencia. ¿Por qué nuestro crítico no dice a los dos pillos directamente lo
que le gustaría? Porque junto a sus ganas de espetárselo sin disfraz actúan en
él eficaces motivos contrarios. No deja de tener sus peligros ultrajar a
personas de quienes uno es huésped y tienen a su disposición los vigorosos
puños de gran número de servidores. Uno puede sufrir fácilmente el destino que
en la conferencia anterior aduje como analogía para el «esfuerzo de desalojo»
{represión). Por esta razón el crítico no expresa de manera directa el insulto
intentado, sino que lo hace en una forma desfigurada como «alusión con
omisión». Y bien; opinamos que es esta misma constelación la culpable de que
nuestro paciente, en vez de lo olvidado que se busca, produzca una ocurrencia
sustitutiva más
o menos desfigurada.
Señoras y señores: Es de todo punto adecuado llamar «complejo»,
siguiendo a la escuela de Zurich (Bleuler, Jung y otros), a un grupo de
elementos de representación investidos de afecto. Vemos, pues, que si para
buscar un complejo reprimido partimos en cierto enfermo de lo último que aún
recuerda, tenemos todas las perspectivas de colegirlo siempre que él ponga a
nuestra disposición un número suficiente de sus ocurrencias libres. Dejamos
entonces al enfermo decir lo que quiere, y nos atenemos a la premisa de que no
puede ocurrírsele otra cosa que lo que de manera indirecta dependa del complejo
buscado. Si este camino para descubrir lo reprimido les parece demasiado
fatigoso, puedo al menos asegurarles que es el único transitable.
Al aplicar esta técnica todavía vendrá a perturbarnos el hecho de
que el enfermo a menudo se interrumpe, se atasca y asevera que no sabe decir
nada, no se le ocurre absolutamente nada. Si así fuera y él estuviese en lo
cierto, otra vez nuestro procedimiento resultaría insuficiente. Pero una
observación más fina muestra que esa denegación de las ocurrencias en verdad no
sobreviene nunca. Su apariencia se produce sólo porque el enfermo, bajo el
influjo de las resistencias, que se disfrazan en la forma de diversos juicios
críticos acerca del valor de la ocurrencia, se reserva o hace a un lado la
ocurrencia percibida. El modo de protegerse de ello es prever esa conducta y
pedirle que no haga caso de esa crítica. Bajo total renuncia a semejante
selección crítica, debe decir todo lo que se le pase por la cabeza, aunque lo
considere incorrecto, que no viene al caso o disparatado, y con mayor razón
todavía si le resulta desagradable ocupar su pensamiento en esa ocurrencia. Por
medio de su obediencia a ese precepto nos aseguramos el material que habrá de
ponernos sobre la pista de los complejos reprimidos.
Este material de ocurrencias que el enfermo arroja de sí con
menosprecio cuando en lugar de encontrarse influido por el médico lo está por
la resistencia constituye para el psicoanalista, por así decir, el mineral en
bruto del que extraerá el valioso metal con el auxilio de sencillas artes
interpretativas. Si ustedes quieren procurarse una noticia rápida y provisional
de los complejos reprimidos de cierto enfermo, sin internarse todavía en su
ordenamiento y enlace, pueden examinarlo mediante el experimento de la
asociación, tal como lo han desarrollado Jung y sus discípulos. Este
procedimiento presta al psicoanalista tantos servicios como al químico el
análisis cualitativo; es omisible en la terapia de enfermos neuróticos, pero
indispensable para la mostración objetiva de los complejos y en la indagación
de las psicosis, que la escuela de Zurich ha abordado con éxito.
La elaboración de las ocurrencias que se ofrecen al paciente
cuando se somete a la regla psicoanalítica fundamental no es el único de
nuestros recursos técnicos para descubrir lo inconciente. Para el mismo fin
sirven otros dos procedimientos: la interpretación de sus sueños y la
apreciación de sus acciones fallidas y casuales.
Les confieso, mis estimados oyentes, que consideré mucho tiempo si
antes que darles este sucinto panorama de todo el campo del psicoanálisis no
era preferible ofrecerles la exposición detallada de la interpretación de los
sueños. Un motivo puramente subjetivo y en apariencia secundario me disuadió de
esto último. Me pareció casi escandaloso presentarme en este país, consagrado a
metas prácticas, como un "intérprete de sueños» antes que ustedes
conocieran el valor que puede reclamar para sí este anticuado y escarnecido
arte. La interpretación de los sueños es en realidad la vía regia para el
conocimiento de lo inconciente,5 el fundamento más seguro del psicoanálisis y
el ámbito en el cual todo trabajador debe obtener su convencimiento y su
formación. Cuando me preguntan cómo puede uno hacerse psicoanalista, respondo:
por el estudio de sus propios sueños. Con certero tacto, todos los oponentes
del psicoanálisis han esquivado hasta ahora examinar La interpretación de los
sueños o han pretendido pasarla por alto con las más insulsas objeciones. Si,
por lo contrario, son ustedes capaces de aceptar las soluciones de los
problemas de la vida onírica, las novedades que el psicoanálisis propone a su
pensamiento ya no les depararán dificultad alguna.
No olviden que nuestras producciones oníricas nocturnas, por una
parte, muestran la máxima semejanza externa y parentesco interno con las
creaciones de la enfermedad mental y, por la otra, son conciliables con la
salud plena de la vida despierta. No es ninguna paradoja aseverar que quien se
maraville ante esos espejismos sensoriales, ideas delirantes y alteraciones del
carácter «normales», en lugar de entenderlos, no tiene perspectiva alguna de
aprehender mejor que el lego las formaciones anormales de unos estados anímicos
patológicos. Entre tales legos pueden ustedes contar hoy, con plena seguridad,
a casi todos los psiquiatras. Síganme ahora en una rápida excursión por el
campo de los problemas del sueño.
Despiertos, solemos tratar tan despreciativamente a los sueños
como el paciente a las ocurrencias que el psicoanalista le demanda. Y también
los arrojamos de nosotros, pues por regla general los olvidamos de manera
rápida y completa. Nuestro menosprecio se funda en el carácter ajeno aun de
aquellos sueüos que no son confusos ni disparatados, y en el evidente absurdo y
sinsentido de otros sueños; nuestro rechazo invoca las aspiraciones
desinhibidamente vergonzosas e inmorales que campean en muchos sueños. Es
notorio que la Antigüedad no compartía este menosprecio por los sueños. y aun
en la época actual, los estratos inferiores de nuestro pueblo no se dejan
conmover en su estima por ellos; como los antiguos, esperan de ellos la
revelación del futuro.
Confieso que no tengo necesidad alguna de unas hipótesis místicas
para llenar las lagunas de nuestro conocimiento presente, y por eso nunca pude
hallar nada que corroborase una supuesta naturaleza profética de los sueños.
Son cosas de muy otra índole, aunque harto maravillosas también ellas, las que
pueden decirse acerca de los sueños.
En primer lugar, no todos los sueños son para el soñante ajenos,
incomprensibles y confusos. Si ustedes se avienen a someter a examen los sueños
de niños de corta edad, desde un año y medio en adelante, los hallarán por
entero simples y de fácil esclarecimiento. El niño pequeño sueña siempre con el
cumplimiento de deseos que el día anterior le despertó y no le satisfizo. No
hace falta ningún arte interpretativo para hallar esta solución simple, sino
solamente averiguar las vivencias que el niño tuvo la víspera (el día del
sueño). Sin duda, obtendríamos la solución más satisfactoria del enigma del
sueño si también los sueños de los adultos no fueran otra cosa que los de los
niños, unos cumplimientos de mociones de deseo nacidas el día del sueño. Y así
es efectivamente; las dificultades que estorban esta solución pueden eliminarse
paso a paso por medio de un análisis más penetrante de los sueños.
Entre ellas sobresale la primera y más importante objeción, a
saber, que los sueños de adultos suelen poseer un contenido incomprensible, que
en modo alguno permite discernir nada de un cumplimiento de deseo. Pero la
respuesta es: Estos sueños han experimentado una desfiguración; el proceso
psíquico que está en su base habría debido hallar originariamente una muy
diversa expresión en palabras. Deben ustedes diferenciar el contenido
manifiesto del sueiío, tal como lo recuerdan de manera nebulosa por la mañana y
trabajosamente visten con unas palabras al parecer arbitrarias, de los
pensamientos oníricos latentes cuya presencia en lo inconciente han de suponer.
Esta desfiguración onírica es el mismo proceso del que han tomado conocimiento
al indagar la formación de síntomas histéricos; señala el hecho de que idéntico
juego contrario de las fuerzas anímicas participa en la formación del sueño y
en la del síntoma. El contenido manifiesto del sueño es el sustituto
desfigurado de los pensamientos oníricos inconcientes, y esta desfiguración es
la obra de unas fuerzas defensoras del yo, unas resistencias que en la vida de
vigilia prohíben (uerwehren) a los deseos reprimidos de lo inconciente todo
acceso a la conciencia, y que aún en su rebajamiento durante el estado del
dormir conservan al menos la fuerza suficiente para obligarlos a adoptar un
disfraz encubridor. Luego el soñante no discierne el sentido de sus sueños más
que el histérico la referencia y el significado de sus síntomas.
30
Que existen pensamientos oníricos latentes, y que entre ellos y el
contenido manifiesto del sueño hay en efecto la relación que acabamos de
describir, he ahí algo de lo que ustedes pueden convencerse mediante el
análisis de los sueños, cuya técnica coincide con la psicoanalítica. Han de
prescindir de la trama aparente de los elementos dentro del sueño manifiesto, y
ponerse a recoger las ocurrencias que para cada elemento onírico singular se
obtienen en la asociación libre siguiendo la regla del trabajo psicoanalítico.
A partir de este material colegirán los pensamientos oníricos latentes de un
modo idéntico al que les permitió colegir, desde las ocurrencias del enfermo
sobre sus síntomas y recuerdos, sus complejos escondidos. Y en los pensamientos
oníricos latentes así hallados se percatarán ustedes, sin más, de cuán
justificado es reconducir los sueños de adultos a los de niños. Lo que ahora
sustituye al contenido manifiesto del sueño como su sentido genuino es algo que
siempre se comprende con claridad, se anuda a las impresiones vitales de la
víspera, y prueba ser cumplimiento de unos deseos insatisfechos. Entonces, no
podrán describir el sueño manifiesto, del que tienen noticia por el recuerdo
del adulto, como no sea diciendo que es un cumplimiento disfrazado de unos
deseos reprimidos.
y ahora, mediante una suerte de trabajo sintético, pueden obtener
también una intelección del proceso que ha producido la desfiguración de los
pensamientos oníricos inconcientes en el contenido manifiesto del sueño.
Llamamos «trabajo del sueño» a este proceso. Merece nuestro pleno interés
teórico porque en él podemos estudiar, como en ninguna otra parte, qué
insospechados procesos psíquicos son posibles en lo inconciente, o, expresado
con mayor exactitud, entre dos sistemas psíquicos separados como el conciente y
el inconciente. Entre estos procesos psíquicos recién discernidos se han
destacado la condensación y el desplazamiento. El trabajo del sueño es un caso
especial de las recíprocas injerencias de diferentes agrupamientos anímicos,
vale decir el resultado de la escisión anímica, y en todos sus rasgos
esenciales parece idéntico a aquel trabajo de desfiguración que muda los
complejos reprimidos en síntomas a raíz de un esfuerzo de desalojo {represión I
fracasado.
Además, en el análisis de los sueños descubrirán con asombro, y de
la manera más convincente para ustedes mismos, el papel insospechadamente
grande que en el desarrollo del ser humano desempeñan impresiones y vivencias
de la temprana infancia. En la vida onírica el niño por así decir prosigue su
existencia en el hombre, conservando todas sus peculiaridades y mociones de
deseo, aun aquellas que han devenido inutilizable s en la vida posterior. Así
se les hacen a ustedes patentes, con un poder irrefutable, todos los
desarrollos, represiones, sublimaciones y formaciones reactivas por los cuales
desde el niño, de tan diversa disposición, surge el llamado hombre normal, el
portador y en parte la víctima de la cultura trabajosamente conquistada.
También quiero señalarles que en el análisis de los sueños hemos
hallado que lo inconciente se sirve. en particular para la figuración de
complejos sexuales, de un cierto simbolismo que en parte varía con los
individuos pero en parte es de una fijeza típica, y parece coincidir con el
simbolismo que conjeturamos tras nuestros mitos y cuentos tradicionales. No
sería imposible que estas creaciones de los pueblos recibieran su
esclarecimiento desde el sueño.
Por último, debo advertirles que no se dejen inducir a error por
la objeción de que la emergencia de sueños de angustia contradiría nuestra
concepción del sueño como cumplimiento de deseo. Prescindiendo de que también
estos sueños de angustia requieren interpretación antes que se pueda formular
un juicio sobre ellos, es preciso decir, con validez universal, que la angustia
no va unida al contenido del sueño de una manera tan sencilla como se suele
imaginar cuando se carece de otras noticias sobre las condiciones de la
angustia neurótica. La angustia es una de las reacciones desautorizadoras del
yo frente a deseos reprimidos que han alcanzado intensidad, y por eso también
en el sueño es muy explicable cuando la formación de este se ha puesto
demasiado al servicio del cumplimiento de esos deseos reprimidos.
Ven ustedes que la exploración de los sueños tendría su
justificación en sí misma por las noticias que brinda acerca de cosas que de
otro modo sería difícil averiguar. Pero nosotros llegamos a ella en conexión con
el tratamiento psicoanalítico de los neuróticos. Tras lo dicho hasta aquí,
pueden ustedes comprender fácilmente cómo la interpretación de los sueños,
cuando no es demasiado estorbada por las resistencias del enfermo, lleva al
conocimiento de sus deseos ocultos y reprimidos, así como de los complejos que
estos alimentan; puedo pasar entonces al tercer grupo de fenómenos anímicos,
cuyo estudio se ha convertido en un medio técnico para el psicoanálisis.
Me refiero a las pequeñas operaciones fallidas de los hombres
tanto normales como neuróticos, a las que no se suele atribuir ningún valor: el
olvido de cosas que podrían saber y que otras veces en efecto saben (p. ej., el
hecho de que a uno no le acuda temporariamente un nombre propio); los deslices
cometidos al hablar, que tan a menudo nos sobrevienen; los análogos deslices en
la escritura y la lectura; el trastrocar las cosas confundido en ciertos
manejos y el perder
o romper objetos, etc., hechos notables para los que no se suele
buscar un determinismo psíquico y que se dejan pasar sin reparos como unos
sucesos contingentes, fruto de la distracción, la falta de atención y parecidas
condiciones. A esto se suman las acciones y gestos que los hombres ejecutan sin
advertirlo para nada y -con mayor razón-sin atribuirles peso anímico: el jugar
o juguetear con objetos, tararear melodías, maniobrar con el propio cuerpo o
sus ropas, y otras de este tenor.6 Estas pequeñas cosas. las operaciones
fallidas así como las acciones sintomáticas y casuales, no son tan insignificantes
como en una suerte de tácito acuerdo se está dispuesto a creer. Poseen pleno
sentido desde la situación en que acontecen; en la mayoría de los casos se las
puede interpretar con facilidad y certeza, y se advierte que también ellas
expresan impulsos y propósitos que deben ser relegados, escondidos a la
conciencia propia, o que directamente provienen de las mismas mociones de deseo
y complejos reprimidos de que ya tenemos noticia como los creadores de los
síntomas y de las imágenes oníricas. Merecen entonces ser consideradas
síntomas, y tomar nota de ellas, lo mismo que de los sueños, puede llevar a
descubrir lo escondido en la vida anímica. Por su intermedio el hombre deja
traslucir de ordinario sus más íntimos secretos. Si sobrevienen con particular facilidad
y frecuencia, aun en personas sanas que globalmente han logrado bien la
represión de sus mociones inconcientes, lo deben a su insignificancia y
nimiedad. Pero tienen derecho a reclamar un elevado valor teórico, pues nos
prueban la existencia de la represión y la formación sustitutiva aun bajo las
condiciones de la salud.
Ya echan de ver ustedes que el psicoanalista se distingue por una
creencia particularmente rigurosa en el determinismo de la vida anímica. Para
él no hay en las exteriorizaciones psíquicas nada insignificante, nada
caprichoso ni contingente; espera hallar una motivación suficiente aun donde no
se suele plantear tal exigencia. Y todavía más: está preparado para descubrir
una motivación múltiple del mismo efecto anímico, mientras que nuestra
necesidad de encontrar las causas, que se supone innata, se declara satisfecha
con una única causa psíquica.
Recapitulen ahora los medios que poseemos para descubrir lo
escondido, olvidado, reprimido en la vida anímica: el estudio de las convocadas
ocurrencias del paciente en la asociación libre, de sus sueños y de sus
acciones fallidas y sintomáticas; agreguen todavía la valoración de otros
fenómenos que se ofrecen en el curso del tratamiento psicoanalítico, sobre los
cuales haré luego algunas puntualizaciones bajo el título de la
"trasferencia", y llegarán conmigo a la conclusión de que nuestra
técnica es ya lo bastante eficaz para poder resolver su tarea. para aportar a
la conciencia el material psíquico patógeno y así eliminar el padecimiento provocado
por la formación de síntomas sustitutivos. Y además, el hecho de que en tanto
nos empeI1amos en la terapia enriquezcamos y ahondemos nuestro conocimiento
sobre la vida anímica de los hombres normales y enfermos no puede estimarse de
otro modo que como un particular atractivo y excelencia de este trabajo.
No sé si han recibido ustedes la impresión de que la técnica por
cuyo arsenal acabo de guiarlos es particularmente difícil. Opino que es por
entero apropiada para el asunto que está destinada a dominar. Pero hay algo
seguro: ella no es evidente de suyo, se la debe aprender como a la histológica
o la quirúrgica. Acaso les asombre enterarse de que en Europa hemos recibido,
sobre el psicoanálisis, una multitud de juicios de personas que nada saben de esta
técnica ni la aplican, y luego nos piden, como en burla, que les probemos la
corrección de nuestros resultados. Sin duda que entre esos contradictores hay
también personas que en otros campos no son ajenas a la mentalidad científica,
y por ejemplo no desestimarían un resultado de la indagación microscópica por
el hecho de que no se lo pueda corroborar a simple vista en el preparado
anatómico, ni antes de formarse sobre el asunto un juicio propio con la ayuda
del microscopio. Pero en materia de psicoanálisis las condiciones son en verdad
menos favorables para el reconocimiento. El psicoanálisis quiere llevar al
reconocimiento conciente lo reprimido en la vida anímica, y todos los que
formulan juicios sobre él son a su vez hombres que poseen tales represiones, y
acaso sólo a duras penas las mantienen en pie. No puede menos, pues, que
provocarles la misma resistencia que despierta en el enfermo, ya esta le
resulta fácil disfrazarse de desautorización intelectual y aducir argumentos
semejantes a los que nosotros proscribimos en nuestros enfermos con la regla
psicoanalítica fundamental. Así como en nuestros enfermos, también en nuestros
oponentes podemos comprobar a menudo un muy notable rebajamiento de su facultad
de juzgar, por obra de influjos afectivos. La presunción de la conciencia, que
por ejemplo desestima al sueño con tanto menosprecio, se cuenta entre los
dispositivos protectores provistos universalmente a todos nosotros para impedir
la irrupción de los complejos inconcientes, y por eso es tan difícil convencer
a los seres humanos de la realidad de lo inconciente y darles a conocer algo
nuevo que contradice su noticia conciente.
IV
Señoras y señores: Ahora demandarán ustedes saber lo que con ayuda
del ya descrito medio técnico hemos averiguado acerca de los complejos
patógenos y mociones de deseo reprimidas de los neuróticos.
Pues bien; una cosa sobre todas: La investigación psicoanalítica
reconduce con una regularidad asombrosa los síntomas patológicos a impresiones
de la vida amorosa de los enfermos; nos muestra que las mociones de deseo
patógenas son de la naturaleza de unos componentes pulsionales eróticos, y nos
constriñe a suponer que debe atribuirse a las perturbaciones del erotismo la
máxima significación entre los influjos que llevan a la enfermedad, y ello,
además, en los dos sexos.
Sé que esta aseveración no se me creerá fácilmente. Aun
investigadores que siguen con simpatía mis trabajos psicológicos se inclinan a
opinar que yo sobrestimo la contribución etiológica de los factores sexuales, y
me preguntan por qué excitaciones anímicas de otra índole no habrían de dar
ocasión también a los descritos fenómenos de la represión y la formación
sustitutiva. Ahora bien, yo puedo responder: No sé por qué no habrían de
hacerlo, y no tengo nada que oponer a ello; pero la experiencia muestra que no
poseen esa significación, que a lo sumo respaldan el efecto de los factores
sexuales, mas sin poder sustituirlos nunca. Es que yo no he postulado
teóricamente ese estado de las cosas; en los Estudios sobre la histeria, que en
colaboración con el doctor Josef Breuer publiqué en 1895, yo aún no sostenía
ese punto de vista: debí abrazarlo cuando mis experiencias se multiplicaron y
penetraron con mayor profundidad en el asunto. Señores: Aquí, entre ustedes, se
encuentran algunos de mis más cercanos amigos y seguidores, que me han
acompañado en este viaje a Worcester. Indáguenlos, y se enterarán de que todos
ellos descreyeron al comienzo por completo de esta tesis sobre la significación
decisiva de la etiología sexual, hasta que sus propios empeños analíticos los
compelieron a hacerla suya.
El convencimiento acerca de la justeza de la tesis en cuestión no
es en verdad facilitado por el comportamiento de los pacientes. En vez de
ofrecer de buena gana las noticias sobre su vida sexual, por todos los medios
procuran ocultarlas. Los hombres no son en general sinceros en asuntos
sexuales. No muestran con franqueza su sexualidad, sino que gastan una espesa
bata hecha de... tejido de embuste para esconderla, como si hiciera mal tiempo
en el mundo de la sexualidad. Y no andan descaminados; en nuestro universo
cultural ni el sol ni el viento son propicios para el quehacer sexual; en
verdad, ninguno de nosotros puede revelar francamente su erotismo a los otros.
Pero una vez que los pacientes de ustedes reparan en que pueden hacerlo sin
embarazo en el tratamiento, se quitan esa cáscara de embuste y sólo entonces
están ustedes en condiciones de formarse un juicio sobre el problema en debate.
Por desdicha, tampoco los médicos gozan de ningún privilegio sobre las demás
criaturas en su personal relación con las cuestiones de la vida sexual, y
muchos de ellos se encuentran prisioneros de esa unión de gazmoñería y
concupiscencia que gobierna la conducta de la mayoría de los «hombres de
cultura» en materia de sexualidad.
Permítanme proseguir ahora con la comunicación de nuestros
resultados. En otra serie de casos, la exploración psicoanalítica no reconduce
los síntomas, es cierto, a vivencias sexuales, sino a unas traumáticas,
triviales. Pero esta diferenciación pierde valor por otra circunstancia. El
trabajo de análisis requerido para el radical esclarecimiento y la curación
definitiva de un caso clínico nunca se detiene en las vivencias de la época en
que se contrajo la enfermedad, sino que se remonta siempre hasta la pubertad y
la primera infancia del enfermo, para tropezar, sólo allí, con las impresiones
y sucesos que comandaron la posterior contracción de la enfermedad. Únicamente
las vivencias de la infancia explican la susceptibilidad para posteriores
traumas, y sólo descubriendo y haciendo concientes estas huellas mnémicas por
lo común olvidadas conseguimos el poder para eliminar los síntomas. Llegamos
aquí al mismo resultado que en la exploración de los sueños, a saber, que las reprimidas,
imperecederas mociones de deseo de la infancia son las que han prestado su
poder a la formación de síntoma, sin lo cual la reacción frente a traumas
posteriores habría discurrido por caminos normales. Pues bien, estamos
autorizados a calificar de sexuales a todas esas poderosas mociones de deseo de
la infancia.
Ahora con mayor razón estoy seguro de que se habrán asombrado
ustedes. «¿Acaso existe una sexualidad infantil?», preguntarán; «¿No es la
niñez más bien el período de la vida caracterizado por la ausencia de la
pulsión sexual?». No, señores míos; ciertamente no ocurre que la pulsión sexual
descienda sobre los niños en la pubertad como, según el Evangelio, el Demonio
lo hace sobre las marranas. El niño tiene sus pulsiones y quehaceres sexuales
desde el comienzo mismo, los trae consigo al mundo, y desde ahí, a través de un
significativo desarrollo, rico en etapas, surge la llamada sexualidad normal
del adulto. Ni siquiera es dificil observar las exteriorizaciones de ese
quehacer sexual infantil; más bien hace falta un cierto arte para omitirlas o
interpretarlas erradamente.
Por un favor del destino estoy en condiciones de invocar para mis
tesis un testimonio originario del medio de ustedes. Aquí les muestro el
trabajo de un doctor Sanford Bell, publicado en la American Journal of
Psychology en 1902. El autor es miembro de la Clark University, el mismo
instituto en cuyo salón de conferencias nos encontramos. En este trabajo,
titulado «A Preliminary Study of the Emotion of Love between the Sexes» y
aparecido tres años antes de mis Tres ensayos de teoría sexual, el autor dice
exactamente lo que acabo de exponerles:
«The emotion of sex-love (...) does not make its appearance for
the first time at the period of adolescence, as has been thought».*«La emoción
del amor sexual (. ..) no hace su aparición por primera vez en el período de la
adolescencia, como se ha pensado»
Como diríamos en Europa, él trabajó al estilo norteamericano,
reuniendo no menos de 2.500 observaciones positivas en el curso de 15 años, de
las que 800 son propias. Acerca de los signos por los que se dan a conocer esos
enamoramientos, expresa:
«The unprejudiced mind, in observing these manifestations in
hundreds of couples of children, cannot escape referring them to sex origino
The most exacting mind is satisfied when to these observations are added the
confessions of those who have, as children, experienced the emotion to a marked
degree of intensity, and whose memories ofchildhood are relatively distinct».*"La
mente sin prejuicios, al observar estas manifestaciones en centenares de
parejas de niños, no puede evitar referirlas a los orígenes de la vida sexual.
La mente más exigente se satisface cuando a estas observaciones se agregan las
confesiones de aquellos que, cuando niños, experimentaron la emoción con
marcada intensidad, y cuyos recuerdos de la infancia son comparativamente
nítidos».
Pero lo que más sorprenderá a aquellos de ustedes que no quieran
creer en la sexualidad infantil será enterarse de que, entre estos niños
tempranamente enamorados, no pocos se encuentran en la tierna edad de tres,
cuatro y cinco años.
No me extrañaría que creyeran ustedes más en estas observaciones
de su compatriota que en las mías. Hace poco yo mismo he tenido la suerte de
obtener un cuadro bastante completo de las exteriorizaciones pulsionales
somáticas y de las producciones anímicas en un estadio temprano de la vida
amorosa infantil, por el análisis de un varoncito de cinco años, aquejado de
angustia, que su propio padre emprendió con él siguiendo las reglas del arte. Y
puedo recordarles que hace pocas horas mi amigo, el doctor Carl G. Jung, les
expuso en esta misma sala la observación de una niña aún más pequeña, que a
raíz de igual ocasión que mi paciente -el nacimiento de un hermanito-permitió
colegir con certeza casi las mismas mociones sensuales, formaciones de deseo y
de complejo. No desespero, pues, de que se reconcilien ustedes con esta idea,
al comienzo extraña, de la sexualidad infantil; quiero ponerles aún por delante
el ejemplo de Eugen Bleuler, psiquiatra de Zurich, quien hace apenas unos años
manifestaba públicamente «no entender mis teorías sexuales», y desde entonces
ha corroborado la sexualidad infantil en todo su alcance por sus propias
observaciones.
Es fácil de explicar el hecho de que la mayoría de los hombres,
observadores médicos u otros, no quieran saber nada de la vida sexual del niño.
Bajo la presión de la educación para la cultura han olvidado su propio quehacer
sexual infantil y ahora no quieren que se les recuerde lo reprimido. Obtendrían
otros convencimientos si iniciaran la indagación con un autoanálisis, una
revisión e interpretación de sus recuerdos infantiles.
Abandonen la duda y procedan conmigo a una apreciación de la
sexualidad infantil desde los primeros años de vida. La pulsión sexual del niño
prueba ser en extremo compuesta, admite una descomposición en muchos elementos
que provienen de diversas fuentes. Sobre todo, es aún independiente de la
función de la reproducción, a cuyo servicio se pondrá más tarde. Obedece a la
ganancia de diversas clases de sensación placentera, que, de acuerdo con
ciertas analogías y nexos, reunimos bajo el título de placer sexual. La
principal fuente del placer sexual infantil es la apropiada excitación de
ciertos lugares del cuerpo particularmente estimulables: además de los
genitales, las aberturas de la boca, el ano y la uretra, pero también la piel y
otras superficies sensibles. Como en esta primera fase de la vida sexual
infantilla satisfacción se halla en el cuerpo propio y prescinde de un objeto
ajeno, la llamamos, siguiendo una expresión acuñada por Havelock Ellis, la fase
del autoerotismo. Y denominamos «zonas erógenas a todos los lugares
significativos para la ganancia de placer sexual. El chupetear o mamar con
fruición de los pequeñitos es un buen ejemplo de una satisfacción autoerótica
de esa índole, proveniente de una zona erógena; el primer observador científico
de este fenómeno, un pediatra de Budapest de nombre Lindner, ya lo interpretó
correctamente como una satisfacción sexual y describió de manera exhaustiva su
paso a otras formas, superiores, del quehacer sexual. Otra satisfacción sexual
de esta época de la vida es la excitación masturbatoria de los genitales, que
tan grande significación adquiere para la vida posterior y que muchísimos
individuos nunca superan del todo. Junto a estos y otros quehaceres
autoeróticos, desde muy temprano se exteriorizan en el niño aquellos
componentes pulsionales del placer sexual, o, como preferiríamos decir, de la
libido, que tienen por premisa una persona ajena en calidad de objeto. Estas
pulsiones se presentan en pares de opuestos, como activas y pasivas; les
menciono los exponentes más importantes de este grupo: el placer de infligir
dolor (sadismo) con su correspondiente pasivo (masoquismo), y el placer de ver
activo y pasivo; del primero de estos últimos se ramifica más tarde el apetito
de saber, y del segundo, el esfuerzo que lleva a la exhibición artística y
actoral. Otros quehaceres sexuales del niño caen ya bajo el punto de vista de la
elección de objeto, cuyo asunto principal es una persona ajena que debe su
originario valor a unos miramientos de la pulsión de autoconservación. Ahora
bien, la diferencia de los sexos no desempeña todavía, en este período
infantil, ningún papel decisivo; así, pueden ustedes atribuir a todo niño, sin
hacerle injusticia, una cierta dotación homosexual.
Esta vida sexual del niño, abigarrada, rica, pero disociada, en
que cada una de las pulsiones se procura su placer con independencia de todas
las otras, experimenta una síntesis y una organización siguiendo dos
direcciones principales, de suerte que al concluir la época de la pubertad las
más de las
veces queda listo, plasmado, el carácter sexual definitivo del
individuo. Por una parte, las pulsiones singulares se subordinan al imperio de
la zona genital, por cuya vía toda la vida sexual entra al servicio de la
reproducción, y la satisfacción de aquellas conserva un valor sólo como
preparadora y favorecedora del acto sexual en sentido estricto. Por otra parte,
la elección de objeto esfuerza hacia atrás al autoerotismo, de modo que ahora
en la vida amorosa todos los componentes de la pulsión sexual quieren
satisfacerse en la persona amada. Pero no a todos los componentes pulsionales
originarios se les permite participar en esta conformación definitiva de la
vida sexual. Aún antes de la pubertad se imponen, bajo el influjo de la
educación. represiones en extremo enérgicas de ciertas pulsiones, y se
establecen poderes anímicos, como la vergüenza, el asco, la moral, que las
mantienen a modo de unos guardianes. Cuando luego, en la pubertad, sobreviene
la marea de la necesidad sexual, halla en esas formaciones anímicas reactivas o
de resistencia unos diques que le prescriben su discurrir por los caminos
llamados normales y le imposibilitan reanimar las pulsiones sometidas a la
represión. Son sobre todo las mociones placenteras coprófilas de la infancia,
vale decir las que tienen que ver con los excrementos, las afectadas de la
manera más radical por la represión; además, la fijación a las personas de la
elección primitiva de objeto.
Señores: Una proposición de la patología general nos dice que todo
proceso de desarrollo conlleva los gérmenes de la predisposición patológica,
pues puede ser inhibido, retardado, o discurrir de manera incompleta. Lo mismo
es válido para el tan complejo desarrollo de la función sexual. No todos los
individuos lo recorren de una manera tersa, y entonces deja como secuela o bien
anormalidades o unas predisposiciones a contraer enfermedad más tarde por el
camino de la involución (regresión). Puede suceder que no todas las pulsiones
parciales se sometan al imperio de la zona genital; si una de aquellas
pulsiones ha permanecido independiente, se produce luego lo que llamamos una
perversión que puede sustituir la meta sexual normal por la suya propia.
Dijimos ya que es harto frecuente que el autoerotismo no se supere del todo, de
lo cual son testimonio después las más diversas perturbaciones. La igual
valencia originaria de ambos sexos como objetos sexuales puede conservarse, de
lo cual resulta en la vida adulta una inclinación al quehacer homosexual, que
en ciertas circunstancias puede acrecentarse hasta la homosexualidad exclusiva.
Esta serie de perturbaciones corresponde a las inhibiciones directas en el
desarrollo de la función sexual; comprende las perversiones y el no raro
infantilismo general de la vida sexual.
La predisposición a las neurosis deriva de diverso modo de un
deterioro en el desarrollo sexual. Las neurosis son a las perversiones como lo
negativo a lo positivo: en ellas se rastrean, como portadores de los complejos
y formadores de síntoma, los mismos componentes pulsionales que en las
perversiones, pero producen sus efectos desde lo inconciente; por tanto, han
experimentado una represión. pero, desafiándola, pudieron afirmarse en lo
inconciente. El psicoanálisis nos permite discernir que una exteriorización
hiperintensa de estas pulsiones en épocas muy tempranas lleva a una suerte de
fijación parcial que en lo sucesivo constituye un punto débil dentro de la
ensambladura de la función sexual. Si el ejercicio de la función sexual normal
en la madurez tropieza con obstáculos, se abrirán brechas en la represión
(esfuerzo de desalojo y suplantación) de esa época de desarrollo justamente por
los lugares en que ocurrieron las fijaciones infantiles.
Ahora quizá objeten ustedes: Pero no todo eso es sexualidad. Yo
uso esa expresión en un sentido mucho más lato que aquel al que ustedes están
habituados a entenderla. Se los concedo. Pero cabe preguntar si no sucede más
bien que ustedes la emplean en un sentido demasiado estrecho cuando la limitan
al ámbito de la reproducción. Así sacrifican la comprensión de las
perversiones, el nexo entre perversión, neurosis y vida sexual normal, y se
incapacitan para discernir en su verdadero significado los comienzos, fáciles
de observar, de la vida amorosa somática y anímica de los niños. Pero
cualquiera que sea la decisión de ustedes sobre el uso de esa palabra, retengan
que el psicoanalista entiende la sexualidad en aquel sentido pleno al que uno
se ve llevado por la apreciación de la sexualidad infantil.
Volvamos otra vez sobre el desarrollo sexual del niño. Nos resta
mucho por pesquisar porque habíamos dirigido nuestra atención más a las
exteriorizaciones somáticas que a las anímicas de la vida sexual. La primitiva
elección de objeto del niño, que deriva de su necesidad de asistencia, reclama
nuestro ulterior interés. Primero apunta a todas las personas encargadas de su
crianza, pero ellas pronto son relegadas por los progenitores. El vínculo del
niño con ambos en modo alguno está exento de elementos de coexcitación sexual,
según el testimonio coincidente de la observación directa del niño y de la
posterior exploración analítica. El niño toma a ambos miembros de la pareja
parental, y sobre todo a uno de ellos, como objeto de sus deseos eróticos. Por
lo común obedece en ello a una incitación de los padres mismos, cuya ternura
presenta los más nítidos caracteres de un quehacer sexual si bien inhibido en
sus metas. El padre prefiere por regla general a la hija, y la madre, al hijo
varón; el niño reacciona a ello deseando, el hijo, reemplazar al padre, y la
hija, a la madre. Los sentimientos que despiertan en estos vínculos entre
progenitores e hijos, y en los recíprocos vínculos entre hermanos y hermanas,
apuntalados en aquellos, no son sólo de naturaleza positiva y tierna, sino
también negativa y hostil. El complejo así formado está destinado a una pronta
represión, pero sigue ejerciendo desde lo inconciente un efecto grandioso y
duradero. Estamos autorizados a formular la conjetura de que con sus
ramificaciones constituye el complejo nuclear de toda neurosis, y estamos
preparados para tropezar con su presencia, no menos eficaz, en otros campos de
la yida anímica. El mito del rey Edipo, que mata a su padre y toma por esposa a
su madre, es una revelación, muy poco modificada todavía, del deseo infantil,
al que se le contrapone luego el rechazo de la barrera del incesto. El Hamlet
de Shakespeare se basa en el mismo terreno del complejo incestuoso, mejor
encubierio.
Hacia la época en que el niño es gobernado por el complejo nuclear
no reprimido todavía, una parte significativa de su quehacer intelectual se
pone al servicio de los intereses sexuales. Empieza a investigar de dónde
vienen los niños y, valorando los indicios que se le ofrecen, colige sobre las
circunstancias efectivas más de lo que los adultos sospecharían. Por lo común,
la amenaza material que le significa un hermanito, en el que ve al comienzo
sólo al competidor, despierta su interés de investigación. Bajo el influjo de
las pulsiones parciales activas dentro de él mismo, alcanza cierto número de
teorías sexuales infantiles. Por ejemplo, que ambos sexos poseen el mismo
genital masculino, que los niños se conciben por el comer y se paren por el
recto, y que el comercio entre los sexos es un acto hostil, una suerte de
sometimiento. Pero justamente la inmadurez de su constitución sexual y la
laguna en sus noticias que le provoca la latencia del canal sexual femenino constriñen
al
investigador infantil a suspender su trabajo por infructuoso. El
hecho de esta investigación infantil, así como las diversas teorías sexuales
que produce, conservan valor determinante para la formación de carácter del
niño y el contenido de su eventual neurosis posterior.
Es inevitable y enteramente normal que el niño convierta a sus
progenitores en objetos de su primera elección amorosa. Pero su libido no debe
permanecer fijada a esos objetos primeros, sino tomarlos luego como unos meros arquetipos
y deslizarse hacia personas ajenas en la época de la elección definitiva de
objeto. El desasimiento del niño respecto de sus padres se convierte así en una
tarea insoslayable si es que no ha de peligrar la aptitud social del joven.
Durante la época en que la represión selecciona entre las pulsiones parciales,
y luego, cuando debe ser mitigado el influjo de los padres, que había costeado
lo sustancial del gasto de esas represiones, incumben al trabajo pedagógico
unas tareas que en el presente no siempre se tramitan de manera inteligente e
inobjetable.
Señoras y señores: No juzguen que con estas elucidaciones sobre la
vida sexual y el desarrollo psicosexual del niño nos hemos alejado demasiado
del psicoanálisis y su tarea de eliminar perturbaciones neuróticas. Si ustedes
quieren, pueden caracterizar al tratamiento psicoanalítico sólo como una
educación retomada para superar restos infantiles.
V
Señoras y señores: Con el descubrimiento de la sexualidad infantil
y la reconducción de los síntomas neuróticos a componentes pulsionales eróticos
hemos obtenido algunas inesperadas fórmulas sobre la esencia y las tendencias
de las neurosis. Vemos que los seres humanos enferman cuando a consecuencia de
obstáculos externos o de un defecto interno de adaptación se les deniega la
satisfacción de sus necesidades eróticas en la realidad. Vemos que luego se
refugian en la enfermedad para hallar con su auxilio una satisfacción
sustitutiva de lo denegado. Discernimos que los síntomas patológicos contienen
un fragmento del quehacer sexual de la persona o su vida sexual íntegra, y
hallamos en el mantenerse alejados de la realidad la principal tendencia, pero
también el principal perjuicio, de la condición de enfermo. Sospechamos que la
resistencia de nuestros enfermos a la curación no es simple, sino compuesta de
varios motivos. No sólo el yo del enfermo se muestra renuente a resignar las
represiones (esfuerzos de suplantación) mediante las cuales ha escapado a sus
disposiciones originarias, sino que tampoco las pulsiones sexuales quieren
renunciar a su satisfacción sustitutiva mientras sea incierto que la realidad
les ofrezca algo mejor.
La huida desde la realidad insatisfactoria a lo que nosotros
llamamos enfermedad a causa de su nocividad biológica, pero que nunca deja de
aportar al enfermo una ganancia inmediata de placer, se consuma por la vía de
la involución (regresión), el regreso a fases anteriores de la vida sexual que
en su momento no carecieron de satisfacción. Esta regresión es al parecer
doble: temporal, pues la libido, la necesidad erótica, retrocede a estadios de
desarrollo anteriores en el tiempo, y formal, pues para exteriorizar esa
necesidad se emplean los medios originarios y primitivos de expresión psíquica.
Ahora bien, ambas clases de represión apuntan a la infancia y se conjugan para
producir un estado infantil de la vida sexual.
Mientras más a fondo penetren ustedes en la patogénesis de la
contracción de neurosis, más se les revelará la trabazón de estas con otras
producciones de la vida anímica humana, aun las más valiosas. Advertirán que
nosotros, los hombres, con las elevadas exigencias de nuestra cultura y bajo la
presión de nuestras represiones internas, hallamos universalmente
insatisfactoria la realidad, y por eso mantenemos una vida de la fantasía en la
que nos gusta compensar, mediante unas producciones de cumplimiento de deseos,
las carencias de la realidad. En estas fantasías se contiene mucho de la
genuina naturaleza constitucional de la personalidad, y también de sus mociones
reprimidas {desalojadas) de la realidad efectiva. El hombre enérgico y exitoso
es el que consigue trasponer mediante el trabajo sus fantasías de deseo en
realidad. Toda vez que por las resistencias del mundo exterior y la endeblez
del individuo ello no se logra, sobreviene el extrañamiento respecto de la
realidad; el individuo se retira a su mundo de fantasía, que le procura
satisfacción y cuyo contenido, en caso de enfermar, traspone en síntomas. Bajo
ciertas condiciones favorables, le resta la posibilidad de hallar desde estas
fantasías un camino diverso hasta la realidad, en vez de enajenarse de ella de
manera permanente por regresión a lo infantil. Cuando la persona enemistada con
la realidad posee el talento artístico, que todavía constituye para nosotros un
enigma psicológico, puede trasponer sus fantasías en creaciones artísticas en
lugar de hacerlo en síntomas; así escapa al destino de la neurosis y recupera
por este rodeo el vínculo con la realidad. Toda vez que persistiendo la
rebelión contra el mundo real falle o no baste ese precioso talento, será
inevitable que la libido, siguiendo el rastro de las fantasías, arribe por el
camino de la regresión a reanimar los deseos infantiles y, así, a la neurosis.
La neurosis hace, en nuestro tiempo, las veces del convento al que solían
retirarse antaño todas las personas desengañadas de la vida o que se sentían
demasiado débiles para afrontarla.
Permítanme insertar en este lugar el principal resultado al que
hemos llegado mediante la indagación psicoanalítica de los neuróticos, a saber:
sus neurosis no poseen un contenido psíquico propio que no se encuentre también
en los sanos, o, como lo ha dicho Carl G. Jung, enferman a raíz de los mismos
complejos con que luchamos también los sanos. Depende de constelaciones cuantitativas,
de las relaciones entre las fuerzas en recíproca pugna, que la lucha lleve a la
salud, a la neurosis o a un hiperrendimiento compensador.
Señoras y señores: Les he mantenido en reserva la experiencia más
importante que corrobora nuestro supuesto sobre las fuerzas pulsionales
sexuales de la neurosis. Siempre que tratamos psicoanalíticamente a un
neurótico, le sobreviene el extraño fenómeno de la llamada trasferencia, vale
decir, vuelca sobre el médico un exceso de mociones tiernas, contaminadas hartas
veces de hostilidad, y que no se fundan en ningún vínculo real; todos los
detalles de su emergencia nos fuerzan a derivarlas de los antiguos deseos
fantaseados del enfermo, devenidos inconcientes. Entonces, revive en sus
relaciones con el médico aquella parte de su vida de sentimientos que él ya no
puede evocar en el recuerdo, y sólo reviviéndola así en la "trasferencia»
se convence de la existencia y del poder de esas mociones sexuales
inconcientes. Los síntomas, que para tomar un símil de la química son los
precipitados de tempranas vivencias amorosas (en el sentido más lato), sólo
pueden solucionarse y trasportarse a otros productos psíquicos en la elevada
temperatura de la vivencia de trasferencia. Según una acertada expresión de
Sándor Ferenczi el médico desempeña en esta reacción el papel de un fermento
catalítico que de manera temporaria atrae hacia sí los afectos que libremente
devienen a raíz del proceso. El estudio de la trasferencia puede
proporcionarles también la clave para entender la sugestión hipnótica de la que
al comienzo nos habíamos servido como medio técnico para explorar lo
inconciente en nuestros enfermos. En aquella época la hipnosis demostró ser un
auxiliar terapéutico, pero también un obstáculo para el discernimiento
científico de la relación de las cosas, pues removía las resistencias psíquicas
de cierto ámbito para acumularlas en sus lindes hasta erigir una muralla
infranqueable. Por lo demás, no crean ustedes que el fenómeno de la
trasferencia, sobre el que desdichadamente es muy poco lo que puedo decirles
aquí, sería creado por el influjo psicoanalítico. Ella se produce de manera
espontánea en todas las relaciones humanas, lo mismo que en la del enfermo con
el médico; es dondequiera el genuino portador del influjo terapéutico, y su efecto
es tanto mayor cuanto menos se sospecha su presencia. Entonces, el
psicoanálisis no la crea; meramente la revela a la conciencia y se apodera de
ella a fin de guiar los procesos psíquicos hacia las metas deseadas. Sin
embargo, no puedo abandonar el tema de la trasferencia sin destacar que este
fenómeno no sólo cuenta decisivamente para el convencimiento del enfermo, sino
también para el del médico. Sé que todos mis partidarios sólo mediante sus
experiencias con la trasferencia se convencieron de la justeza de mis tesis
sobre la patogénesis de las neurosis, y muy bien puedo concebir que no se
obtenga esa certeza en el juicio mientras uno mismo no haya hecho
psicoanálisis, vale decir, no haya observado por sí mismo los efectos de la
trasferencia.
Señoras y señores: Opino que del lado del intelecto cabe apreciar
sobre todo dos obstáculos para el reconocimiento de las argumentaciones
psicoanalíticas. En primer lugar, la falta de hábito de contar con el
determinismo estricto y sin excepciones de la vida anímica y, en segundo, el
desconocimiento de las peculiaridades por las cuales unos procesos anímicos
inconcientes se diferencian de los concientes con que estamos familiarizados.
Una de las más difundidas resistencias al trabajo psicoanalítico -tanto en personas
enfermas como en sanas-se reconduce al segundo de los factores mencionados. Se
teme causar daño mediante el psicoanálisis, se tiene angustia a convocar a la
conciencia del enfermo las mociones sexuales reprimidas, como si esto aparejara
el peligro de que con ello resultaran luego avasalladas sus aspiraciones éticas
superiores y fuera despojado de sus adquisiciones culturales. Uno nota que el
enfermo tiene puntos débiles en su vida anímica, pero no se atreve a tocarlos
para no aumentarle todavía más su padecimiento. Podemos retomar esta analogía.
Sin duda, es más benigno no tocar lugares enfermos si por esa vía uno no sabe
otra cosa que deparar dolor. Pero, como es bien sabido, el cirujano no se
abstiene de investigar y trabajar sobre el foco enfermo cuando se propone una
intervención destinada a procurar curación duradera. Nadie piensa en
reprocharle las inevitables molestias de la investigación ni los fenómenos
reactivos de la operación cuando esta alcanza su propósito y el enfermo,
mediante un temporario empeoramiento de su estado, gana su definitiva
eliminación. Parecida es la situación en el caso del psicoanálisis; tiene
derecho a reclamar lo mismo que la cirugía, pero, siendo buena la técnica, las
mayores molestias que depara al enfermo en el curso del tratamiento son
incomparablemente menores que las que el cirujano impone, y de todo punto
desdeñables con relación a la gravedad del sufrimiento básico. Y en cuanto al
temido desenlace, la destrucción del carácter cultural por obra de las
pulsiones emancipadas de la represión, es por completo imposible, pues tales
aprensiones no toman en cuenta lo que nos han enseñado con certeza nuestras
experiencias, a saber, que el poder anímico y somático de una moción de deseo,
toda vez que su represión haya fracasado, es incomparablemente más intenso
cuando es inconciente que cuando es conciente, de suerte que hacerla conc:iente
no puede tener otro efecto que debilitarla. El deseo inconciente es
insusceptibIe de influencia e independiente de cualquier aspiración contraria,
en tanto que el deseo conciente resulta inhibido por todo cuanto es igualmente
conciente y lo contraría. Por tanto, el trabajo psicoanalítico, como sustituto
mejor de la infructuosa represión, se pone directamente al servicio de las
aspiraciones culturales supremas y más valiosas.
¿Cuáles son, en general. los destinos de los deseos inconcientes
liberados por el psicoanálisis, por qué caminos conseguimos volverlos inocuos
para la vida del individuo? Esos caminos son varios. Lo más frecuente es que ya
durante el trabajo sean consumidos por la actividad anímica correcta de las
mociones mejores que se les contraponen. La represión es sustituida por un
juicio adverso llevado a cabo con los mejores medios. Ello es posible porque en
buena parte sólo tenemos que eliminar consecuencias de estadios más tempranos
de desarrollo del yo. El individuo produjo en su momento una represión de la
pulsión inutilizable sólo porque en esa época él mismo era muy endeble y su
organización muy imperfecta; con su madurez y fortaleza actuales quizá pueda
gobernar de manera intachable lo que le es hostil.
Un segundo desenlace del trabajo psicoanalítico es poder
aportarles a las pulsiones inconcientes descubiertas aquella aplicación acorde
a fines que ya habrían debido hallar antes si el desarrollo no estuviera
perturbado. En efecto, el desarraigo de las mociones infantiles de deseo en
modo alguno constituye la meta ideal del desarrollo. Mediante sus represiones,
el neurótico ha mermado muchas fuentes de energía anímica, cuyos aportes
habrían sido muy valiosos para su formación de carácter y quehacer en la vida.
Conocemos un proceso de desarrollo muy adecuado al fin, la llamada sublimación,
mediante la cual la energía de mociones infantiles de deseo no es bloqueada,
sino que permanece aplicable si a las mociones singulares se les pone, en lugar
de la meta inutilizable, una superior, que eventualmente ya no es sexual. Y son
los componentes de la Imlsión sexual los que se destacan en particular por esa
aptitud para la sublimación, para permutar su meta sexual por una más distante
y socialmente más valiosa. Es probable que a los aportes de energía ganados de
esa manera para nuestras operaciones anímicas debamos los máximos logros
culturales. Una represión sobrevenida temprano excluye la sublimación de la
pulsión reprimida; cancelada la represión, vuelve a quedar expedito el camino
para la sublimación.
No podemos dejar de considerar también el tercero de los
desenlaces del trabajo psicoanalítico. Cierta parte de las mociones libidinosas
reprimidas tienen derecho a una satisfacción directa y deben hallarla en la
vida. Nuestras exigencias culturales hacen demasiado difícil la vida para la
mayoría de las organizaciones humanas, y así promueven el extrañamiento de la
realidad y la génesis de las neurosis sin conseguir un superávit de ganancia
cultural a cambio de ese exceso de represión sexual. No debemos llevar nuestra
arrogancia hasta descuidar por completo lo animal originario de nuestra
naturaleza, y tampoco nos es lícito olvidar que la satisfacción dichosa del
individuo no puede eliminarse de las metas de nuestra cultura. Es que la
plasticidad de los componentes sexuales, que se anuncia en su aptitud para la
sublimación, puede engendrar la gran tentación de obtener efectos culturales
cada vez mayores mediante una sublimación cada vez más vasta. Pero así como en
nuestras máquinas no podemos contar con trasformar en trabajo mecánico útil más
que un cierto fragmento del calor aplicado, no debemos aspirar a enajenar la
pulsión sexual de sus genuinas metas en toda la amplitud de su energía. No es
posible lograrlo, y si la limitación de la sexualidad se lleva demasiado lejos,
no podrá menos que aparejar todos los nocivos resultados de una explotación
depredadora.
No sé si la advertencia con que concluyo mi exposición puede
haberles parecido a ustedes, a su vez, una arrogancia. Sólo me atreveré a
presentar de manera indirecta mi convicción contándoles una vieja historia cuya
moraleja dejo a su cargo. La literatura alemana conoce un pueblito de Schilda,
a cuyos moradores atribuye la fama toda clase de agudezas. Los habitantes de
Schilda, se nos refiere, poseían también un caballo de cuyo vigor para el
trabajo estaban muy satisfechos, y sólo una cosa tenían para reprocharle:
consumía demasiada avena, avena cara. Resolvieron quitarle esta mala costumbre
benévolamente, reduciéndole día tras día su ración en varios tallos hasta
habituarlo a la abstinencia total. Por un tiempo todo marchó a pedir de boca.
El caballo se había deshabituado a comer, salvo un solo tallo diario, y por fin
al día siguiente trabajaría sin avena ninguna. Esa mañana hallaron muerto al
alevoso animal; los pobladores de Schilda no pudieron explicarse de qué había
muerto.
Nos inclinaremos a creer que el caballo murió de hambre. y sin una
cierta ración de avena no puede esperarse que ningún animal trabaje.
Agradézcoles, señores, la invitación que me han hecho y la
atención que me han dispensado.